Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 6: La promesa

—Queremos pasar tiempo con la rubiecita —solicitó la mujer, señalando a Mestiere.

—¿Quieres ir a jugar con ellos, Mestiere? —le preguntó Sor María a la chiquilla—. Vamos al jardín, yo te acompaño.

Cuando la pequeña asintió con la cabeza, los cuatro salieron del hogar. Mestiere le cogió la mano a quien parecía que sería su nueva madre.

El resto de las niñas siguieron con sus actividades y se fueron a los salones de clases. Sin embargo, toda la tarde se las vio con caras largas, entristecidas.

Al terminar el horario de estudio, Mestiere apareció en el comedor mientras ellas tomaban el almuerzo. Su cara resplandecía de felicidad.

—¡Me prometieron que me llevarían con ellos! —les contó al resto, quienes tuvieron que fingir emoción para ocultar su decepción—. Pero todavía no. Dicen que cuando esté más educada, hable francés e inglés y sepa normas de etiqueta, me adoptarán. Dijeron que me tenía que esforzar en mis calificaciones si quiero que sean mis padres, así que estudiaré todos los días hasta que me adopten.

—¡Tus padres tienen cara de ratas! —insultó Delilah, que tenía rabia porque se iban a llevar a su compañera.

—Cállate y termina tu comida, diablillo —Gaudenzia la reprendió.

Aunque Mestiere se sintió mal por el comentario, seguía estando feliz. ¡Tendría una familia!

—Delilah, debes ser más comprensiva con tus amigas —le explicó una de las monjas—. Si alguna vez encontraras a tus padres y te fueses con ellos, las demás también se pondrían muy tristes. Pero ¿cómo te sentirías si le llaman cara de rata a tus papás?

La pequeña bajó la cabeza hacia su plato. Ahora entendía muy bien a Mestiere, pero de alguna forma seguía sintiendo que le quitaban algo. Y le dolía.

—Perdón, Sor María. Seré más expresiva.

Cuando todas se rieron, Delilah no comprendió lo que sucedía.

—¡Comprensiva! —la corrigió Fátima.

Entretanto, los futuros padres de Mestiere estaban sentados en el despacho de la Madre Superiora, conversando sobre sus planes de adopción. Se les había visto tan emocionados jugando con la niña que la abadesa había empezado a escribir los papeles de adopción.

—Deben firmar este acuerdo, pero no podemos entregarles a la niña sin antes ir a visitar su domicilio un par de veces. Deben comprender que tenemos que asegurarnos de que la pequeña viva en armonía, con el ambiente adecuado, y procurar que no le falte ninguna de sus necesidades básicas. También que reciba el amor que merece.

—Abadesa —la mujer la interrumpió—. Disculpe, pero no vamos a llevarnos a ninguna niña. Estábamos buscando alguna mejor educada o de aspecto más distinguido.

Bonafila se retiró los anteojos de lectura.

—Perdone usted, pero le han prometido a Mestiere que se la llevarían cuando esté mejor educada.

—No queríamos hacerla sentir mal.

—Son niñas, no muñecas que pueden elegir y desechar. Para ser justos, creo que ustedes no están preparados para llevarse a ninguna de nuestras pupilas. Tengo que pedirles que se retiren de esta institución y no vuelvan jamás. No pueden jugar con los sentimientos de una criatura de siete años. Voy a encargarme de enviar cartas a los otros hogares-conventos de otros pueblos con malas recomendaciones sobre ustedes. No prometo que puedan adoptar a ningún niño. Al menos no en los hogares católicos.

La hermana Bonafila abrió la puerta de su oficina, invitándolos a salir.

Cuando la pareja se marchó, hizo llamar a Mestiere a su oficina para comunicarle que no sería adoptada. Las peores tareas siempre eran para la abadesa.

La niña llegó dando brinquitos de emoción.

—Madre Superiora, por favor agrégueme más asignaturas y deberes escolares —se apresuró a comentar—. ¿Sabe usted inglés? ¿O francés?

La pequeña se sentó frente al escritorio sonriendo ampliamente.

—Mestiere, tengo que decirte algo.

—¿Se arrepintieron, verdad? ¿Quieren llevarme ahora mismo?

La abadesa no sabía cómo decirle las siguientes palabras.

—Ya no quieren adoptarte, Mestiere.

La sonrisa de la niña permaneció en sus labios, pero se borró de sus ojos.

—Es imposible, Madre Superiora, debe estar equivocada. Ellos me prometieron que volverían.

—Lo siento, Mestiere. Acaban de hablar conmigo. Mira —le mostró los documentos sin firmar—. No han querido firmar.

Mestiere negó con la cabeza.

—Eso es porque no estoy preparada, pero voy a educarme, se lo prometo, abadesa. Se lo juro por Dios, me voy a esforzar.

—Oh, Mestiere, no va a ser necesario ya.

—No, Madre Superiora, usted no entiende. Seguramente comprendió mal. Ellos no quieren adoptarme ahora, pero me prometieron que regresarían luego de varios meses cuando estuviese educada. Usted misma lo ha dicho, las promesas no se rompen.

—Esta vez me temo que esas personas han roto una promesa, Mestiere. No es lo correcto, pero hay personas que no hacen lo correcto.

La huérfana se bajó de la silla y corrió hacia la puerta para dejar la oficina de Bonafila.

—Asígneme más materias, abadesa Bonafila, me voy a esforzar y va a ver que tengo razón. Ellos regresarán muy pronto.

Cerró la puerta, abandonando a una consternada abadesa.

Desde ese día, Mestiere no dejó de educarse. Se quedaba hasta tarde todas las noches leyendo libros de todo tipo. Permanecía en el salón de clases estudiando cuando todas salían a jugar, tenía las mejores calificaciones entre todas sus compañeras y casi sabía hablar tres idiomas.

Y aunque los meses pasaban sin que la pareja que prometió adoptarla regresara, ella no perdía la esperanza. Seguía enriqueciendo su cerebro cada vez más mientras esperaba con paciencia infinita que volvieran por ella y cumplieran su promesa.

Todos los días, cuando cualquier persona visitaba el hogar, pensaba que serían ellos. Rezaba cada noche para que vinieran pronto e incluso afirmaba que ella ya había sido adoptada cuando venían otras parejas a ver las chiquillas.




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