Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 8: Es un derecho de todos

Varias de las hermanas cruzaron la puerta del establo, junto con el carpintero, que las ayudaba a llevar un par de camas desarmadas.

El hombre las armó en poco tiempo y entre todas, colocaron los colchones y sábanas para Massimo.

Antes de eso, el niño siempre había dormido en el establo, pero en un trozo de heno cubierto con telas. Ahora, tendría su propia cama, con un colchón de lana. Por fin.

Aunque seguía sin tener padres, era la primera vez que pertenecía a un lugar.

El tiempo pasó y la abadesa aún no llegaba. Se estaba acercando la tarde y en ese momento, el primer carruaje que se avistara colina abajo, bien podría ser la hermana Bonafila o el inspector. Cualquiera de los dos.

Para infortunio de todos, quien se estaba aproximando era el inspector.

Cuando Massimo lo vio en la distancia, contuvo lágrimas de miedo. No quería ser llevado lejos de todo lo que conocía, no quería apartarse de las hermanas ni de las niñas, que tan cariñosamente lo trataban.

Temía que lo trasladaran al orfanato de Mondovì, donde las historias que se escuchaban eran terribles y los niños eran tratados como objetos con los que comerciar.

—Todo va a salir bien, Spaguetti —le susurró Delilah—. Recé para que te quedaras aquí.

Los nervios se apoderaron del niño de cabello oscuro.

—Entonces no va a suceder —le respondió antes de largarse a correr con todas sus fuerzas para esconderse del supervisor.

Cannoli lo siguió a toda velocidad y cuando ambos se perdieron en la lejanía, colina arriba, se abrazó al cachorro y lloró como nunca antes lo había hecho.

El inspector hizo una revisión exhaustiva de todas las habitaciones del hogar, sin decir palabra alguna, lo cual estaba poniendo muy intranquilas a las hermanas. No obstante, Immacolata no cesaba de hacerle preguntas, las cuales el hombre evadía al quedarse callado o responder con frases breves.

Cuando pidió ver el granero, a casi todas les recorrió una corriente gélida a través de la columna.

Con tan sólo un vistazo al lugar, el señor pudo deducirlo todo.

—He visto al niño correr mientras me encontraba en el carruaje —manifestó finalmente—. ¿Es un hogar mixto?

Las monjas se vieron las caras, sin saber qué responder. El sudor les recorría la frente y les empapaba el velo de hábito.

Fue en ese instante cuando se escuchó en la distancia el ruido de las pisadas de un par de caballos, provocando que todas larguen alaridos de júbilo.

—¡La Madre Superiora llegó! —cantó Delilah—. ¡Seguro que lo consiguió!

Bonafila se apresuró a bajar del vehículo lo antes posible e incluso con su avanzada edad, logró correr colina arriba para llegar al establo, donde las huérfanas y monjas daban saltitos para llamar su atención.

Al percatarse de que la expresión de la abadesa no era la más alegre, todas hicieron silencio, esperando a que dijera algo, cualquier cosa.

Ella únicamente le entregó un papel al hombre, quien lo examinó detenidamente tras sus anteojos.

—¿Quién me asegura que este documento es verídico?

Las orejas de la señora Bonafila empezaron a enrojecer mientras le daba una mirada airada.

—¿Cómo que quién? ¿No es eso un sello del gobierno? ¿O sus anteojos están nublados? Porque a mí me lo parece.

El hombre quedó desconcertado con el comentario atrevido de la abadesa.

—¿Quién les da educación a los niños?

—¡Perdón! —interrumpió el padre Flavio, que llegó trotando desde la parroquia—. ¡Aquí estoy! —jadeó con cansancio—. Soy el padre Flavio, responsable de la educación del niño y futuros niños que puedan ingresar al hogar.

Nadie dijo una palabra más, pero cuando el supervisor volvió su mirada a la carpeta de su reporte y aplicó un sello con la palabra "aprobado", las niñas y hermanas vitorearon con alegría.

*****

Tan pronto como Massimo ingresó al aula de clases del padre Flavio, se sorprendió al ver que estaba atestada de niñas.

Al sentarte en su escritorio, todas las miradas estaban sobre él.

—Hoy aprenderemos sobre nuestro sistema solar —inció el padre, siendo interrumpido inmediatamente por Massimo.

—¿Por qué ellas están aquí?

—¿Por qué no? —fue la respuesta del hombre.

Spaghetti lo meditó.

—Ellas deberían aprender sobre tejido, costura, limpieza y música, no sobre el espacio exterior o matemáticas.

El sacerdote le miró fijamente, esbozando una sonrisa.

—¿Y quién lo dice?

El niño no sabía qué responder, así que se quedó callado, haciéndose la misma pregunta internamente.

—La única condición que le puse a la hermana Gaudenzia para venir a enseñar aquí, fue que enseñaría a todos lo mismo. Por dos motivos: el primero, no perderé mi tiempo enseñando a un solo niño, cuando puedo enseñarles a tantos. El segundo: no hay motivo para creer que la educación de una niña debería ser diferente a la de un niño. El conocimiento es un derecho de todos. De hecho, Massimo, quiero verte en sus clases de costura, limpieza, música y tejido. Eso también es conocimiento. Lo he hablado con la Madre Superiora y ha estado de acuerdo, pese a que a la hermana Gaudenzia no le parecía atractiva la idea.

Las niñas soltaron risitas sordas. Massimo se sonrojó.

—Pero no quiero tejer, padre Flavio, ¡eso es de niñas!

—Debes educarte, Massimo, y no hay discusión al respecto. Ahora, abre tu cuaderno. Y después de esta clase, quiero que me acompañen al observatorio, donde he estado estudiando personalmente los planetas. El universo es una maravilla que todos deberían conocer, no es justo que el aprendizaje sea sólo para algunos, ¿verdad?

Si bien el hogar podría ser clausurado debido a ese tipo de prácticas educativas, el padre Flavio quería correr el riesgo. Sus investigaciones científicas sobre los planetas y otras propiedades del universo, debían ser enseñadas a los niños principalmente, que se convertirían en el futuro, sin importar su sexo, raza o religión.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.