Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 10: El Club de los Camisones de Dormir

Entre carcajadas en voz baja, las niñas y Massimo regresaron a través del pasadizo secreto. Agachados, se movían entre los arbustos al tiempo que se burlaban de lo sucedido.

—¿Vieron la cara de Gaudenzia? —soltó Delilah con entusiasmo.

Fátima no pudo evitar largar una risita de placer.

—Verla rezar con las manos temblorosas mientras sostenía el crucifijo fue extremadamente deleitante.

A Spaghetti se le ocurrió una idea.

—¿Y si lo repetimos mañana? Yo digo que robemos toda la ropa limpia que las monjas cuelgan en la noche. Después, la siguiente noche, volvemos a robar la nueva ropa limpia que cuelguen, hasta que se queden sin nada que vestir y tengan que estar en camisón todo el día. Cuando eso pase, devolveremos la ropa a las cuerdas al anochecer, como si nada hubiera pasado. Las hermanas empezarán a creer que realmente hay fantasmas.

—¿Y en dónde guardaremos los hábitos para que no nos descubran? —interrogó Beatrice.

Alfonsina se detuvo para pensar.

—Podríamos esconderlos en el depósito de la parroquia, no creo que nadie se dé cuenta. El padre Flavio no abre ese lugar desde que descubrió que había ratas viviendo allí.

—Esa es una maravillosa idea —concordó Delilah antes de que se le ocurriera otra cosa—. ¿Qué les parece regresar cada noche al pasadizo y planear nuevas aventuras cada día?

Pia se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.

—Como un club de travesuras —lo comparó.

—Exactamente eso —asintió Fátima—. El Club de los Camisones de Dormir.

Delilah, al ir delante, las hizo detenerse a todas, cogió un trozo de ladrillo que encontró en el suelo y escribió sobre el pavimento con su trémula letra poco experta:

—Declaro este lugar como "El Club de los Camisones de Dormir".

—¡Esperen! Debe haber reglas —aclaró Fátima.

—¡Noo! ¡Buu! —resonó un clamor al unísono de las niñas.

—Son reglas divertidas —prometió la niña—. Número uno, siempre venir en un camisón de dormir.

—Número dos —siguió Alfonsina—. Nunca revelar el secreto a los mayores, ni tampoco hacer algo que pueda exponer o delatar nuestras travesuras.

Las pequeñas asintieron, estando de acuerdo.

—Número tres —añadió Pia—. Si cae una, caemos todas. Si descubren a cualquiera de nosotras, todas estamos obligadas a confesar que estuvimos involucradas —ella miró de reojo a Massimo—. Ehh… todos, quiero decir.

—De acuerdo —Delilah juntó sus dedos índice y pulgar, formando una cruz. Luego besó la señal como muestra de juramento. El resto repitió aquel gesto.

***

La siguiente noche, las niñas esperaron a que las monjas apagaran todas las velas y a que no se escuchará el más minúsculo ruido para escabullirse hacia el jardín y encontrarse con Spaghetti en el pasadizo secreto.

Cuando lo vieron llegar vestido con un camisón blanco y un sombrero de dormir para niñas, no pudieron evitar reírse a carcajadas, silenciosas para no despertar a las hermanas.

—¿De dónde lo sacaste? —cuestionó Pia entre risitas burlonas.

Él se encogió de hombros con una sonrisa avergonzada.

—Lo robé del lavadero —confesó, sosteniendo a Cannoli en sus brazos.

Las niñas y Massimo continuaron a través del pasadizo hasta llegar a la sección del jardín dónde las monjas colgaban las cuerdas para secar sus hábitos.

—¡A la cuenta de tres! —explicó Delilah su plan—. ¡No debe quedar una sola prenda!

—Uno… —cantó Massimo—, dos… ¡Y tres!

Se escabulleron en silencio fuera de los arbustos del pasadizo y comenzaron a tirar de los hábitos, sosteniendo en sus pequeños brazos tantos como podían. Una vez que todas las cuerdas que contenían ropa de las monjas estuvieron vacías, corrieron a través del pasto con sus pies descalzos.

Cruzaron la pradera y las colinas para llegar a la iglesia. El padre Flavio se alojaba justo al lado, en una pequeña casa parroquial que se comunicaba con el templo. El depósito contaba con una entrada independiente, la cual se solía dejar abierta, debido a que no había nada de valor en esa habitación.

Era un pequeño espacio, oscuro, repleto de telarañas y del cual salían espeluznantes sonidos cada vez que las ratas corrían de un lado a otro.

Ninguna de las niñas se atrevió a dar un paso dentro. Compartieron miradas, preguntándose quién sería la valiente que entraría.

Al escuchar los múltiples ruidos y vislumbrar a los roedores, Cannoli comenzó a ladrar.

—¿Qué hacemos? ¡Nos van a atrapar! —chilló Gisela, dando saltitos con nerviosismo—. ¡Silencio, Cannoli!

—Ve tú, rápido —Pia le entregó su bulto de ropa a Massimo—. Eres el hombre aquí.

Delilah agarró el montón de ropa en su lugar.

—Yo iré. No tengo miedo. Más me aterra que el padre Flavio nos atrape. Las ratas son hermosos animalitos.

Massimo comenzó a recolectar los hábitos de todas las niñas.

—Yo te acompaño, Patata Piccolina.


***


Al amanecer, Gaudenzia entró a la habitación de las niñas únicamente usando su camisón de dormir y el gorro de su pijama al tiempo que sonaba la campana gigante justo en el oído de cada una de las pequeñas.

—¡Confiesen, monstruos! ¿Quién de ustedes se está robando nuestros hábitos? ¿Quién? ¿O es ese niño mugroso del granero? ¡Hablen!

Habían pasado siete días desde la primera vez que habían hurtado el vestuario a las hermanas. Y finalmente, se habían quedado sin nada que vestir además de sus camisones para dormir.

Cada noche, las hermanas habían intentado hacer guardia en el jardín, para vigilar que nadie tomara las prendas. Pero solían quedarse dormidas antes de que saliera el sol. Además, las niñas cruzaban el pasadizo secreto tan discreta y silenciosamente que pasaban inadvertidas.

A Delilah se le ocurrió ocultar también sus uniformes para que nadie sospechara.

Aquello había provocado que las hermanas les prohibieran asistir a clases con el padre Flavio y que no permitieran la visita de "Los señores" que querían adoptar.




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