Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 14: Larga lista de pecados

Spaghetti y Patata fueron los últimos en aparecer en la parroquia. Cuando los pequeños llegaron, la misa de eucaristía acababa de iniciar.

Los ojos de todos los presentes se posaron en ellos tan pronto como los vieron ingresar a la iglesia con sus trajecitos blancos de primera comunión.

El problema era que algo andaba mal. Muy mal.

Delilah, con una sonrisa de oreja a oreja, vestía un traje de niño que le quedaba bastante grande. Arrastraba sus pantaloncitos blancos y las mangas del saco colgaban mucho después de terminar sus bracitos.

Por su parte, Massimo llevaba un vestido, que posiblemente había pertenecido a alguna de las niñas más grandes para su confirmación. Aun así, le quedaba un poco corto y apretado. Un diminuto velo le cubría la cabeza, ajustado con una corona de flores. Inclusive llevaba una pequeña trenza en un costado del cabello, que Fátima había propuesto hacerle.

Ambos traían en sus manos su vela decorada, Biblia y rosario para la ceremonia.

Cuando los chiquillos se sentaron en los reclinatorios para unirse a la misa, los invitados y monjas comenzaron a susurrar con horror cosas sobre los dos. El resto de las huérfanas en cambio soltaban risitas juguetonas y cotilleaban en secreto sobre el peinado de Massimo o lo grande que le quedaba la ropa a Delilah.

Era tanta la gente hablando, que el padre Flavio tuvo que interrumpir su discurso debido a que el sonido de las voces no le dejaba ser escuchado.

—¿Qué sucede? —cuestionó a los fieles.

El monaguillo se movió hacia él para susurrarle al oído acerca de la travesura de los huérfanos. Flavio escuchó atentamente, dirigió una mirada hacia los pequeños sentados en la última fila y pasó una página de la Biblia, sin darle importancia.

—La misa debe seguir —informó—. No me detendré por una travesura.

Imponente, siguió recitando la Biblia como si nada ocurriera.

Tan pronto como la misa se dio por terminada y llegó el momento de llamar a los niños, uno a uno, para que recibieran la hostia, la Madre Superiora se aproximó a Delilah y Massimo.

—¡Vayan a cambiarse, rápido! No pueden recibir la eucaristía vistiendo así.

Fue entonces cuando el obispo de Mondovì los interceptó en medio del camino.

—No pueden recibir la eucaristía así —estuvo de acuerdo—. Ni lo harán, aunque cambien sus ropas. Deben realizar otra confesión por este pecado. Ya será en otro momento, o el próximo año. Tampoco quiero verlos en la celebración, deben ser castigados. Y arrepentirse de esta atrocidad.

La abadesa observó al obispo a modo de desafío.

—Se cambiarán las ropas —aceptó la anciana—. Se confesarán nuevamente cuando el padre Flavio haya terminado de dar la eucaristía, harán la penitencia y tomarán la hostia hoy mismo. Tampoco podrán participar del banquete ni de la fiesta, ¿de acuerdo? Después hablaré con ambos en privado.

Delilah cogió la mano de Massimo y ambos se precipitaron hacia el hogar a toda velocidad. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos como para no ser escuchados por los adultos, rieron a carcajadas.

Corrieron a través de la pradera, con las manos tomadas y el viento rozándoles la cara. Delilah arrastraba el traje nuevo al andar, mientras que el velo de Massimo flotaba por los aires.

Tan pronto como se cansaron de correr, se detuvieron, respirando con dificultad. El niño le sonrió a la niña e hizo un gesto femenino, fingiendo que el velo era su cabello largo y que jugaba con éste. Hizo una pequeña danza, alzando las faldas del vestido blanco igual que una chica.

Patata se echó a reír antes de adoptar una pose varonil y ruda. Agarró la trenza de su cabello, la colocó sobre sus labios y pretendió que eran unos bigotes.

—¿Acaso no pareciera que fuéramos a casarnos? —se burló Spaguetti.

—Ugh —Patata hizo un gesto de disgusto—. ¡Yo jamás me voy a casar! ¡Dios, líbrame de ese mal!

El niño tiró de su trenza, halándole levemente el cabello. En respuesta, Delilah soltó un quejido y le pisó los zapatos.

—Tienes razón, con esa cara tan fea y sucia, dudo que te cases.

—Cállate, Spaguetti sin salsa. ¡Mira quién habla!

Él hizo rodar sus ojos.

—Mejor vamos a cambiarnos la ropa antes de que te pierdas tu primera comunión, Patata Piccolina.

Ella comenzó a caminar en sentido contrario al hogar, dirigiéndose hacia el pasadizo secreto.

—No, yo no pienso volver ahí. No quiero hacer mi primera comunión.

Spaghetti la siguió, desconcertado.

—¿Por qué no?

—No quiero —se encogió de hombros mientras atravesaba los arbustos e ingresaba al alargado pasaje.

—¿Quieres hacer enojar a Dios?

—¡No! —alzó la voz la pequeña, girando para ver la cara de su amigo—. En primer lugar, no me gusta confesarme. Ya lo hice ayer y no quiero volver a hacerlo. Mis pecados son tantos que Dios no va a perdonarme. Además, tengo que rezar todo el día para realizar mi penitencia. Se supone que debemos rezar para hablar con Dios, porque nos gusta. No como castigo.

—Se supone —coincidió Massimo, entrando con ella al pasadizo de arbustos—. De todos modos, puedes utilizar ese tiempo para pedirle perdón a Dios por las cosas malas que has hecho. Eso también es importante —ambos se sentaron, recostándose contra una esquina oscura—. Pero, no exageres, Patata. ¿Qué pecados tan graves podrías tener?

La niña hizo un gesto, indicando que eran muchos.

—Uff, ni siquiera puedo contarlos. En mi última confesión me olvidé de algunos. He robado, he sido perezosa, he mentido muchísimo. He dicho el nombre de Dios en vano, he sentido envidia y celos. ¡Incluso he dicho malas palabras! En voz baja, cuando nadie me escucha. Pero Dios sí lo escucha, ¿verdad?

Spaguetti asintió.

—En teoría.

Ella siguió enumerando con los dedos.

—¡He faltado a misa varios domingos! Incluso comí un trozo de pan en día de ayuno. ¡Tenía tanta hambre! Spaghetti, hasta tenemos un club para hacer travesuras. No creo que Dios entienda de travesuras, ¡me castigará!




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