Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 16: Serás mi pequeña

—Ve a despedirte de tus amiguitas y a recoger tus cosas —le dijo la señora Gallo a Mestiere.

Ella corrió al dormitorio, con una sonrisa en la cara y lágrimas brotando a la vez.

Finalmente, tendría una familia. Sin embargo, un sentimiento agridulce recorría su cuerpo. Dejar atrás a las amigas, casi hermanas, con las que había crecido, y a las monjas que la habían criado con tanta dulzura, le partía el corazón.

El día que sus nuevos padres le habían ofrecido adoptarla, supo con certeza que había perdido toda la esperanza de que aquella pareja que había ofrecido adoptarla anteriormente, volviera. Habían pasado tres años y en todo ese tiempo jamás habían aparecido.

Ella se había esforzado por estudiar, por tener las mejores calificaciones, por ser la más educada y perfecta niña. Pero ellos nunca regresarían…

Cuando terminó de meter las pocas pertenencias que tenía dentro de su pequeñísimo baúl, caminó lentamente escaleras abajo, hacia el salón donde sus compañeras la esperaban.

Cada una aguardó su turno para darle un abrazo y entregarle alguna pertenencia de recuerdo. Pese a que algunas lloraban, sabían que irse sería lo mejor para Mestiere y no decían absolutamente nada. Otras pequeñas, en el fondo, sentían muchos celos de que ella hubiese encontrado una familia. Delilah y Massimo, en cambio, no entendían cómo podía haber tomado esa decisión.

Mestiere extendió los brazos para abrazar a Delilah, pero la pequeña dio un paso atrás, rechazándola.

—¿Por qué te quieres ir? —le reprochó—. ¿Acaso no nos quieres? ¿Ni a las hermanas? ¿Acaso no quieres vernos más? ¿Acaso no tienes todo lo que necesitas aquí?

La pequeña rubia se sintió herida y sorprendida por aquellas palabras.

—Delilah —murmuró con pena—. No puedes estar molesta conmigo el día que me voy. Quiero que estemos bien antes de irme y poder darte un abrazo de despedida.

—¡No tendrías que despedirte si te quedaras! No lo entiendo. ¿Qué puede haber allá afuera que sea mejor que nuestra amistad?

Entristecida, Mestiere suspiró.

—Te amo, Delilah, igual que a todas. Pero siempre me siento sola. Es una soledad que va más allá de la amistad. Quiero que mis padres me lean cuentos antes de dormir, me traigan leche en la noche, me arropen y me abracen. Quiero que me enseñen cosas que no sé y que me den besos en las mejillas. Quiero ser su pequeña. Nada de eso puedo tenerlo aquí. Mi infancia se terminará y si no aprovecho esta oportunidad de tener una familia ahora, luego me habré perdido de esas experiencias para siempre.

Delilah comenzó a llorar.

—Yo te leeré cuentos antes de dormir —le propuso mientras su rostro se llenaba de lágrimas—. Te traeré leche, te arroparé, te abrazaré y te daré besos en las mejillas. Te enseñaré las cosas que sé, y aprenderé nuevas para enseñarte más que cualquier madre o padre. Serás mi pequeña. Pero no te vayas, Mestiere, por favor. ¡Quédate aquí, con nosotras!

—¡Delilah, eres adorable, te amo! —Mestiere la rodeó con sus brazos, pese a que Delilah no le devolvió el abrazo—. Quisiera quedarme, pero no puedo —le limpió las lágrimas de las mejillas con sus pequeños dedos—. Dime… Si alguna vez tu madre te encontrara y viniera a buscarte, ¿no te irías con ella?

Fue entonces que Delilah aceptó internamente que Mestiere tenía razón. Si su madre alguna vez la hallara, se iría con ella sin pensarlo. Sin embargo, le dolía tanto ver partir a su amiga, que no admitiría aquello en voz alta.

—¡Vete! —le gritó mientras se alejaba—. ¡Vete y no regreses!

Corrió hasta desaparecer escaleras arriba. Un fuerte portazo se escuchó desde el piso superior.

Con la pesadumbre de no haber podido despedirse correctamente de su amiga, Mestiere levantó su baúl y se dirigió hacia afuera, donde sus padres la esperaban dentro del carruaje.

Entretanto, Delilah lloraba sobre su cama, preguntándose por qué tenía que vivir la partida de sus amigas, preguntándose cuántas más de ellas la abandonarían en el camino, preguntándose si alguna vez las volvería a ver o se convertirían en un recuerdo que se desvanecería en su pasado.

¿Por qué tenía que formar un vínculo de amistad con cualquiera de ellas, si al fin y al cabo, la dejarían sola?

La pequeña abrazó su muñeca con fuerza, que era la única que no se marcharía. La había bordado con sus propias manos. Le había puesto el cabello rubio y rizado y los ojos rasgados asiáticos, como los de Mestiere.

Entonces pensó en las palabras de su amiga.

Si su madre la encontrara, las extrañaría, sí, pero se iría. Y trataría de regresar a visitarlas cada tanto. Porque su madre era su felicidad, su esperanza, su lugar seguro… No lo dudaría ni una sola vez.

Y para Mestiere, ser adoptada significaba lo mismo. Tener una familia, unos padres que la amaran, un lugar seguro, algo que finalmente fuese suyo, un futuro mejor…

Cuando escuchó el carruaje ponerse en marcha en el jardín, se alarmó. Se encaminó a toda velocidad hacia el exterior, donde las hermanas y las niñas le hacían gestos con las manos de despedida mientras se alejaba en la carroza.

—¡Espera, Mestiere! ¡Deténganse! —clamó tan pronto como llegó al jardín.

Con el ruido de los caballos, ni Mestiere ni sus padres parecían haberla escuchado. Así que corrió para perseguir al carruaje.

Para ayudarla, las niñas y monjas comenzaron a gritar, llamándolos para que hicieran frenar a los corceles.

Tan pronto como Mestiere volvió la cabeza y vio a Delilah trotando detrás de ellos, le pidió al chofer que se detuviera ahí mismo. Se bajó de la calesa y corrió a su encuentro.

Ambas se abrazaron con fuerza, entre lágrimas. Delilah le entregó su muñeca tejida.

—Para ti, para que nunca me olvides.

—Prometo volver a visitarte.

—Prometo esperarte siempre.

Las chiquillas se besaron en las mejillas y se tomaron de las manos hasta que Mestiere fue llamada por sus padres para que volviera a la carroza.




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