Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 17: La última noche de mi niñez

Spaghetti caminó a través de la pradera con un balde de leche de cabra recién ordeñada en una mano y un libro de matemáticas en la otra, su mirada fija en el problema que le había pedido resolver el padre Flavio.

Cuando entró al hogar desde la puerta de la cocina, halló a Delilah jugando con Cannoli mientras le entregaba pedacitos de carne furtivamente.

Su cabello, rostro y uniforme estaban cubiertos de harina y sus manos tenían restos pegajosos de puré de papas debido a que acababa de mezclar la masa para los ñoquis.

Como estaba castigada, tenía que preparar la comida para todas las niñas y todas las hermanas.

Massimo colocó el balde de leche y el libro sobre la mesa antes de suspirar con frustración.

—¿Me ayudas, Patata Piccolina? —le pidió amablemente—. No consigo que sea el mismo resultado que el del ejemplo del padre Flavio.

La niña dejó lo que estaba haciendo para examinar la operación matemática que había hecho Spaghetti en el libro.

Después de analizarlo varias veces, concentrada, comenzó a hacer cuentas con los dedos. Seguidamente, cogió el grafito que reposaba en medio de las páginas y comenzó a escribir cuentas en los bordes del papel.

—Debe haber un error en los primeros cálculos —le comentó mientras hacía las cuentas—. Creo que por eso el resultado final es distinto.

Spaghetti se rascó la cabeza, confundido.

—¿Estás segura?

Delilah dejó el grafito, dejando escapar aire por la boca con impaciencia.

—No, no es ahí —nuevamente, le dio un vistazo general a los cálculos hechos por su amigo—. ¿Entonces dónde está el error? —de pronto, detectó un número que parecía más elevado de lo que debería—. Oh, debe ser este —hizo un círculo en el libro, señalando la cifra—. ¿No te parece que es un número muy grande?

Massimo estudió la cifra.

—Tienes razón, debí haberme equivocado en la división.

Rápidamente, Delilah rehizo el cálculo y sustituyó el número en la fórmula.

—El resto del procedimiento está bien, pero había un número errado.

—Eres brillante, Patata Piccolina —aceptó Massimo mientras ella terminaba de realizar la cuenta.

La niña dio un salto, levantando los brazos hacia arriba en señal de triunfo, cuando obtuvo el resultado correcto.

—¡Sí! ¡Lo conseguí!

—De acuerdo, pero que no se te suba el ego demasiado. Todavía soy más inteligente que tú —la retó el jovencito a modo de broma.

Delilah entrecerró los ojos antes de hacerlos rodar.

—Oh, Spaghetti, de no ser por mí, ni siquiera sabrías leer. Además, soy más pequeña que tú y aún así, más lista.

—¡Ya quisieras! —él levantó a Cannoli en sus brazos—. ¿Quién de nosotros es más listo, Cannoli? Dile a esta niña que no puede competir conmigo.

El perrito se estiró para lamer el rostro lleno de harina de la pequeña al tiempo que ambos se reían y Delilah le devolvía besitos en el hocico a Cannoli.

—¿Vienes esta noche a la reunión del Club de los Camisones de Dormir? —le preguntó a su amigo.

Él pensó brevemente.

—No lo sé, el padre Flavio me puso mucha tarea.

Con enojo, ella frunció el ceño.

—¿Desde cuándo la tarea te preocupa tanto? ¿Vas a perderte la despedida de Fátima? ¿Es más importante tus tontos deberes que tus amigas?

—Claro que no —se encogió de hombros—. Pero me interesa aprender. El padre Flavio me dijo que me enseñaría problemas más complejos si resolvía los más simples. Y sabes bien que la Madre Superiora me prohibió verlas en camisón. ¿Qué puedo hacer?

—Uff —resopló ella—. Te has convertido en una rata de biblioteca, seguidor número uno de las reglas —se cruzó de brazos, indignada—. Cada vez te pareces más a Massimo y menos a Spaghetti.

—¿Eso qué quiere decir?

—Que el niño en ti está desapareciendo y te estás convirtiendo en un horrible adulto.

—Eso también te pasará a ti, en poco tiempo.

Delilah se persignó velozmente.

—Dios me libre de ese terrible destino.

Mientras Massimo soltaba risitas, burlándose de su amiga, percibió un extraño olor a quemado y se dio cuenta de que empezaba a salir humo de la olla en la chimenea.

—Ehh… Patata… —señaló hacia el fuego.

Delilah se llevó la manos a la cabeza, abriendo los ojos enormemente.

—¡Los ñoquis! —cogió un paño de tela y le entregó otro a su amigo—. ¡Ayúdame a sacarlos, rápido!

Agarró una de las asas de la cacerola y su amigo la otra antes de sacarla del fuego.

Cuando colocaron la olla encima de la mesa, se dieron cuenta de que el agua de los ñoquis había desaparecido y sólo quedaba una masa deforme seca y tostada.

Delilah sopló con su boca y con el paño el humo que salía del recipiente para que se dispersara hacia afuera antes de que alguien lo notara.

—Puedo arreglarlo —dijo con las manos en la cintura al tiempo que observaba a su alrededor en busca de una solución.

Sujetó un cucharón de metal y comenzó a sacar los ñoquis quemados, colocándolos en una bandeja rápidamente.

No pasó mucho tiempo antes de que su codo golpeara accidentalmente el balde de leche que había traído Massimo, provocando que el contenido se derramara sobre el gran recipiente de salsa pesto que descansaba a un costado de la mesa.

Ante su torpeza, Delilah apretó los labios y cerró los ojos, pensando en el castigo que le darían las monjas. Dejó caer los hombros hacia adelante, molesta consigo misma.

—Parece que tendrás que comenzar de nuevo —Massimo señaló, conteniendo una risita a punto de escaparse de su boca.

En seguida, empuñó un cuchillo y empezó a cortar dientes de ajo para ayudarla.

*****

—Prometo solemnemente —Fátima levantó una mano mientras se ponía la otra en el corazón—. Jamás revelar a los mayores la existencia del Club de los Camisones de Dormir.

Era su última noche en el pasadizo secreto y la última noche que pasaría en el dormitorio de las niñas.

A la mañana siguiente, sería su ceremonia de toma de votos temporales de castidad, obediencia, pobreza y vida cuaresmal antes de tomar los votos definitivos para convertirse en monja. De modo que, desde la próxima noche, empezaría a dormir con las hermanas.




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