Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 18: La casa roja con el ciprés

Mientras Fátima se encontraba en la parroquia, celebrando la ceremonia de sus votos temporales, acompañada de todas las huérfanas y las hermanas, Delilah estaba encerrada en el hogar, limpiando. Seguía castigada por haberse escapado de su primera comunión por cuarta vez.

Observó a Spaghetti desde la ventana de la oficina de la abadesa mientras recogía las cosechas y cargaba el carruaje de verduras y legumbres. La hermana Bonafila le había pedido que fuera al pueblo a vender los huevos, leche, queso, mantequilla y las cosechas sobrantes que no se consumirían en el hogar.

Entretanto, Delilah fingía pasar un plumero sobre el escritorio y los muebles de la oficina, al mismo tiempo que buscaba su archivo en los cajones. Revolvió cuidadosamente las carpetas hasta que halló aquella con su nombre.

No se sorprendió al notar que su expediente estaba prácticamente vacío. Lo único que decía era su nombre, sin apellido, su fecha de ingreso y… Otro nombre.

El de la mujer que la había entregado al hogar.

Tomó una pluma, la bañó en el tintero y anotó en el dorso de su mano las palabras: Grazia Leone.

¿Había alguna posibilidad de que fuese su madre? ¿De que la hubiera abandonado?

A toda velocidad, salió disparada hacia el exterior del hogar y comenzó a ayudar a Spaghetti a cargar los baldes de leche en el carruaje.

—Patata, mejor no —protestó Massimo, quitándole de las manos el balde—. Muchas cosas suelen salir mal cuando ayudas.

—Ja, ja —murmuró la pequeña con sarcasmo al tiempo que se subía a la carroza—. ¿Estás listo? Tenemos que apresurarnos antes de que se den cuenta de que no estoy.

—Falta alguien —Spaguetti silbó y Cannoli vino corriendo antes de saltar dentro del carruaje.

El joven se sentó adelante para guiar a los caballos y partieron hacia el pueblo.

Al llegar al mercado, Spaghetti se dirigió al mercader para entregarle la mercancía. Patata en cambio deambuló de puesto en puesto, preguntando a cada vendedor si conocían a la señora Grazia Leone.

Después de negativas de todos los vendedores y compradores del mercado, Delilah comenzó a preguntarse cómo, en un pueblo tan pequeño, no conocían a esta señora.

Luego de haber vendido toda la comida, Massimo regresó a la carroza y le hizo señas a su amiga para que volviera.

—¿De verdad? ¿Cómo puede no conocerla? —atacaba Patata a un señor por no reconocer el nombre de la mujer—. En este pueblo, en donde todos se conocen y nadie puede tener un enamorado secreto, porque lo sabrían en todo el Reino de Italia en menos de lo que canta un gallo, ¿me está diciendo que no sabe nada? ¡Cuando les conviene no saben nada!

—¡Que no la conozco, niñita! —le refutó el hombre con enfado.

Massimo llegó desde atrás y tiró de su brazo suavemente para traerla de vuelta.

—Patata Piccolina, deja de hostigar a las personas, tal vez no la conozcan, tal vez ni siquiera vive aquí.

Ella dejó caer sus hombros pesadamente, frustrada por no hallar respuestas. Cuando observó a su alrededor, buscando alguna persona a la que no le hubiese preguntado, se percató de que había un niño repartiendo diarios al tiempo que gritaba las últimas noticias.

Sin pensarlo, lo abordó.

—Hola —le saludó con una sonrisa carismática—. ¿Qué debo hacer para publicar en el diario?

—Comprarme uno —dijo el pequeño—. Si me compras un ejemplar, les diré que publiquen lo que quieras.

Ella se volvió para ver a su amigo, esperando que le diera unas monedas para adquirir una copia. El joven sacudió la cabeza con desaprobación.

—Está mintiendo, Patata. Debemos ir a la oficina de prensa y pagarles por una publicación.

El repartidor de diarios sonrió con pillería.

—Eso es correcto.

Delilah lo levantó por el cuello de la camisa, molesta.

—¿Y en dónde queda esa oficina, mugroso mentiroso?

Tímidamente, el niño señaló hacia lo lejos. Delilah subió al carruaje, esperando por su amigo.

—Vamos, Spaghetti, hay que ir allí.

El muchacho negó con un gesto al tiempo que subía a la calesa.

—Ni siquiera tenemos dinero.

—Los convenceré de hacerlo gratis.

Spaghetti puso a andar a los caballos en dirección a la imprenta.

—¿Cómo lo harás?

—Llanto de niña huérfana desesperada —enumeró con sus dedos antes de hacer una jocosa imitación de sus sollozos—. Si eso no funciona, intimidación y amenazas —levantó un segundo dedo y puso una voz masculina—: ¡Si no lo publica, su madre va a morir mañana!

—¡Madre mía!

—Si tampoco da resultados, les diré que acaban de robarme y me haré la víctima para que me dejen pagarlo después —levantó un tercer dedo—. ¿Cómo se escuchó mi llanto? ¿Creíble o no?

—Un poco exagerado —admitió Spaghetti entre risas.

—La última opción, les diré que mis padres están afuera del establecimiento e iré a pedirles el dinero. Luego aprovecho ese momento para escaparme.

—¡Eso es robar! Séptimo mandamiento: No robarás.

—Es por una buena causa, Spaghetti, ¡necesito encontrar a mi madre! Dios lo va a entender, ¿verdad, Señor? —miró al cielo y besó el crucifijo que llevaba en el cuello—. Si la cosa se pone muy difícil, les diré que eres mi esposo y que pagarás por todo.

—¡Ma che dice! —se quejó Spaguetti—. ¿Esposo de una Patata?

—¡Es ahí! —se percató la niña, señalando la humilde casita que servía de oficina de prensa en el pueblo.

Después de bajar de la carroza con Massimo, tuvieron que formarse tras una larga fila de personas para que les atendieran.

—Y debe decir… —la pequeña describió a la mujer de la oficina una vez que su turno llegó—: "Si ha visto o conoce a la señora Grazia Leone, por favor dirigirse al Hogar y Convento Católico Santa Mesalina de Foligno para…"

La oficinista levantó la mirada del papel para verla con una ceja levantada.

—¡Si eres una de esas huérfanas, no te dejaré nada gratis!

—Por favor, me ofende, traigo dinero —Delilah le mostró la bolsa de monedas de los productos que Massimo acababa de vender.




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