Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 28: Sr. Fantasmagórico

Delilah sintió miedo. Su castigo sería atroz.

Él la había invitado a bailar, pero estaba segura de que las represalias las recibiría únicamente a ella.

La abuela Alda los había tomado de las muñecas a ambos, frente a todo el mundo, para conducirlos a una habitación lejana y conversar en privado.

—¿En qué estabas pensando, Giacomo? ¿Qué crees que está murmurando ahora toda esa gente sobre ti? Eres la burla y el hazmerreír de todos los invitados en una fecha tan importante —la señora se rió irónicamente—. ¡Bailar con una criada!

—Es mi prima, no una criada —se defendió el muchacho—. Que esté haciendo trabajo doméstico no significa que sea una doncella. De todas formas, no me importaría bailar con María o Gertrudis.

—¿En qué clase de persona te has convertido, Giacomo? Esta niña ha estado metiendo ideas en tu cabeza, ¿verdad? —atisbó con rabia a Delilah—. Vagabunda. ¡Eres igual a tu madre! No haces otra cosa que seducir a los hombres. ¡Y terminarás igual que ella, ¿me oyes?! ¡Embarazada y bajo tierra!

Giacomo frunció el ceño ante aquellos insultos.

—Abuela, Delilah y yo ni siquiera hablamos ni nos llevamos bien. No ha metido ninguna idea en mi cabeza. Lo único que ahora hago distinto es pensar por mí mismo y no dejar que la opinión de otras personas influya en mi personalidad.

—Oh —se mostró ofendida la mujer—. ¿Estás insinuando que soy yo quien trata de meter ideas en tu cabeza e influir sobre tu personalidad?

—Lo has hecho desde que tengo memoria —respondió el joven.

La ira se apoderó de la anciana, lo cual la llevó a tirar del cabello de la huérfana con fuerza.

—Sé que ocultas algo, jovencita —la hizo caer al suelo mientras halaba su melena. Delilah chilló—. Te revuelcas con tu primo, ¿no es así? Le has estado convenciendo de que me odie con tu increíble poder de abrir las piernas.

La joven lloró, sin entender lo que sucedía.

—¡No he hecho nada, lo juro! —continuó sollozando al tiempo que trataba de retirar las manos de su abuela de su cabeza—. ¡Jamás cruzo palabras con Giacomo!

—¡No te creo! ¡Lo has puesto en mi contra!

Su primo trató de detener a la anciana, atrapándole las manos para que la soltara.

—Déjala en paz, abuela. Este incidente ha sido culpa mía, no hay necesidad de castigar a nadie.

—¡No me toques, muchacho! ¡Suéltame!

La mujer arrastró a Delilah a través del pasillo, dirigiéndose hacia unas escaleras descendentes.

—Abuela, suéltala —exclamó su nieto, persiguiéndolas.

En este punto, Alda parecía haberse vuelto histérica.

—¡No te metas, Giacomo! —empujó a la joven escaleras abajo, cerrando la puerta del sótano con llave—. ¡Te quedarás ahí por siempre! ¡Sin alimentarte! —le gritó desde el lado de afuera—. Hasta que aprendas tu lugar en el mundo y en esta casa.

Aquel acto despiadado hizo crecer la preocupación en Giacomo. Nunca había visto a su abuela llegar a esos extremos. Sin pensarlo dos veces, corrió a buscar a María. Sabía que era la única que podía ayudarles.

Se precipitó a la cocina, donde la mujer se hallaba sirviendo porciones de ensalada.

—María —el tono de alerta en su voz hizo que ella se girara para verlo de forma inmediata—. La abuela encerró a Delilah en el sótano. ¿Tienes una llave?

Lo que estaba escuchando revivió un recuerdo lejano y doloroso en ella: Scarlatta gritando de desesperación en esa pequeña bodega sin que nadie pudiese ayudarla. Todos tenían demasiado miedo.

Asintió con la cabeza muy despacio.

—Puedo sacarla de ahí, pero no ahora. Si la señora Alda sabe que la ayudé, va a encerrarme también.

Cuando Giacomo trató de arrebatarle las llaves, María se alejó para que no pudiese tomarlas.

—Sr. Francomagaro, hágame caso. Viví esto una vez, sé qué hacer.

—¿Eso qué significa?

La doncella negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo —regresó a las ensaladas—. Cálmate ahora. Tan pronto como Alda caiga dormida en medio de la madrugada, la ayudaré a marcharse —el silencio se extendió después de que hizo mención a la palabra "marcharse"—. Tendrá que irse para siempre, Sr. Francomagaro. De otra manera, su abuela es capaz de matarla.

*****

Un breve instante de alegría le había traído la desgracia.

La hizo hundirse, como el Titanic.

Ahora se encontraba a oscuras, privada de libertad y de alimentos. Sin saber por cuánto tiempo su abuela quería mantenerla encerrada. Por otra parte, la caída de las escaleras le había dejado el cuerpo bastante adolorido.

Aunque pudo encender una vela con los cerillos que había hallado encima de la mesa, su visión era muy limitada.

No obstante, alcanzó a darse cuenta de que las cortinas de la pequeña ventana que comunicaba con el exterior estaban parcialmente quemadas. Como si alguien las hubiera encendido en fuego y luego las hubiera apagado.

Lo primero que pensó fue en escapar a través de esa ventanilla, pero cuando revisó los picaportes, estaban cerrados con llave. Y del lado de afuera, una verja cubría la salida al exterior. Incluso si decidiera romper el cristal, no podría escabullirse.

Se dio cuenta de que sobre la pared de piedra colgaban látigos para caballos y de trozos de madera con puntiagudos clavos. Supo enseguida que aquellos instrumentos no estaban destinados a los corceles y se preguntó si acaso sus abuelos eran esclavistas.

Revisó incansablemente los cajones, muebles, armarios y bodegas de vino, esperando hallar alguna herramienta que la ayudara a fugarse.

Ocultos en un pequeño cajón de un armario, halló una banda condecorativa de un uniforme militar junto a un trozo de papel arrugado y manchado.

Reconocía ese tipo de manchas. Alguien había llorado sobre ese papel en el que solamente había nombres escritos.

Delilah no pensó que era importante, hasta que su mirada se desvió hacia su propio apellido.

Filipo Nontigiova. Su padre.

Por algún motivo, un profundo dolor se acumuló en su pecho. Pero a la vez sintió alivio al saber que no le habían mentido con respecto a la muerte de su padre. Sí había fallecido en la guerra.




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