Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 29: La última vez que la vimos con vida

Los labios de Delilah se separaron por la sorpresa y horror.

—¡Pero estaba embarazada!

—Lo sé —asintió María—. No pudimos hacer nada para ayudarla, estábamos aterrados. Yo era muy joven. Ese día fue cuando, debido a las torturas de tus abuelos, el rostro y cuerpo de tu madre quedaron desfigurados. Tu madre solía ser una mujer muy hermosa, pero terminó deforme.

El corazón de Delilah se llenó de rabia. Por primera vez, sintió terribles ganas de hacerle mucho daño a alguien. A sus propios abuelos. Lágrimas de ira corrieron por sus mejillas.

Los odiaba, los odiaba con cada entraña de su ser.

¿Qué haces cuando odias tanto a alguien y no puedes hacer nada al respecto? Se preguntaba furibunda.

Esperaba que si Dios existía, en alguna parte, hiciera justicia por el daño que le habían causado a su madre.

María extrajo un pañuelo de los bolsillos de su vestido y comenzó a limpiarle las lágrimas.

—Meses más tarde, recibimos la noticia de que Filipo había muerto en la guerra de Abisinia. La señora Alda enloqueció y llamó a un médico para hacer que tu madre perdiera al bebé.

—Quería matarme —susurró indignada Delilah.

—Tu madre se resistió y escapó. Fue la última vez que la vimos con vida. Nunca supimos nada más de ti o de Scarlatta, pese a que tus abuelos habían enviado a numerosos policías y soldados a buscarte. Desde ahí comenzaron los rumores. Algunos aseguraban haberla visto con su rostro deforme, otros simplemente inventaban leyendas de terror sin fundamentos —María hizo una pausa para apretar sus manos a modo de consuelo—. Fue el año pasado cuando esta mujer vino hacia nosotros. La esposa de un tal señor Valentino que vivía en las afueras del pueblo y que, según el testimonio de la mujer, las mantuvo protegidas bajo su techo durante tres años. El señor falleció, aunque su esposa nos contó que Scarlatta vivió en su granero hasta morir de hambre, debido a que sacrificaba su comida para dártela cuando eras una pequeña niña. Al fallecer tu madre, el señor Valentino te envió lejos, al orfanato, para protegerte de los Francomagaro. Por eso, Delilah, estoy segura de que tu integridad física y tu vida corren peligro en esta casa. Tienes que irte ahora mismo antes de que te hagan lo mismo que a ella.

—No tengo los medios para irme, ni siquiera sabría cómo hacerlo —lloriqueó ella—. De cualquier manera, quiero quedarme. Quiero hacerles sufrir como lo hicieron con mi madre y conmigo.

María suspiró al tiempo que negaba con la cabeza.

—Tú no eres como ellos, Delilah. No vale la pena vengarse. Hazme caso, vámonos de aquí. Yo te acompañaré. Después de haberte liberado y de haberte contado la verdad, solamente corro peligro. Ellos son capaces de matarme. Tengo que huir contigo también.

—Oh, María, perdón por meterte en todo esto. No tendrías que estar en problemas por mi culpa.

La criada la reconfortó con un abrazo.

—De todas formas, no tengo a nadie aquí. Y se lo debo a tu madre. Tengo que cuidar de ti.

—Ten esto, Delilah —la llamó Giacomo, que seguía tumbado del lado de afuera de la ventana. Le ofreció una pequeña bolsa de tela—. No es mucho, pero de algo servirá.

Cuando Delilah sujetó la bolsa, se dio cuenta de que estaba llena de monedas.

De inmediato, le dio un pequeño apretón a la mano de su primo, que sostenía uno de los barrotes de la verja de la ventana.

—Al final, no eres tan cruel como pensé —lo halagó—. Gracias, Giacomo.

—Te espero afuera con tu equipaje, prima. María recogió todas tus cosas por ti.

En su rostro empapado, una diminuta sonrisa curvó las comisuras de sus labios.

—Son increíbles, ambos.

—Tenemos que irnos, señorita —le animó María antes de dirigirse escaleras arriba.

En medio de un lúgubre y oscuro silencio, las dos salieron al jardín frontal, donde Giacomo las esperaba cerca de un carruaje.

—Sus baúles están dentro de la calesa. Tienen que ser muy rápidas, María, o mi abuela va a escucharlas.

Delilah asintió con la cabeza, contemplando a su primo desde las sombras.

—Adiós, Giacomo. Cuídate siempre.

Él le apretó el brazo ligeramente.

—Tú igual, Delilah —luego hizo lo mismo con la criada—. Voy a extrañarte, María.

—Y yo a usted, Sr. Francomagaro —contestó dulcemente María.

Tan pronto como María movió las riendas, los caballos relincharon, poniéndose a cabalgar.

Mientras se movían a través del sendero hacia las afueras del palacio, lo único que se escuchaba era el sonido de las pisadas de los corceles sobre las rocas.

Al llegar al portón principal de salida, se dieron cuenta de que estaba cerrado.

—¡Maldita sea! —murmuró María—. Le dije al cochero que lo abriera.

—Ven, ayúdame a abrir —se le ocurrió a Delilah.

La muchacha bajó del carruaje rápidamente, se dirigió a la gran verja exterior y abrió la cerradura sin esfuerzo. Luego, comenzó a empujar una de las enormes puertas. María se le unió, empujando la otra.

—Rápido, rápido —dijo en voz baja la doncella, haciendo un gesto para que subiera a la carroza.

Las dos se pusieron en marcha una vez más. Un poco más y estarían fuera de la propiedad.

Repentinamente, un jinete se interpuso en su camino, haciéndolas frenar de golpe.

—La señora Alda lo sabe todo —les avisó el hombre que iba en el corcel. Se trataba del cochero—. Tengo órdenes de no dejarlas ir.

Delilah tomó las riendas para avanzar, sin importarle si lo atropellaba.

El individuo tuvo que hacer una maniobra para salir de su camino de prisa antes de que lo arrollaran con el carruaje.

Las dos continuaron a toda velocidad mientras el sirviente las perseguía. Para despistarlo, se apartaron del sendero y se introdujeron al bosque. Por un instante parecieron perderlo.

—Detente —le indicó Delilah a María. Saltó fuera de la carroza para desenganchar a los caballos—. El carruaje nos añade mucho peso, va a atraparnos. Tendremos que montarlos, sin silla —María la imitó, desenganchando al otro caballo de las barras—. ¿Sabes montar a pelo?




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