Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 31: Acto de fe

—Oh, ahí viene —fue Gisela quien respondió, señalando a Massimo en la distancia.

Él caminaba a paso lento a través de las colinas que separaban el hogar de la casa parroquial.

Al ver a Delilah, esbozó una amplia sonrisa. A lo lejos, se le vio abrir los brazos, como esperando recibirla en ellos.

Ella dejó inmediatamente todo lo que estaba haciendo para correr velozmente en dirección a su amigo.

Los dos se encontraron en un cálido abrazo en medio del camino.

Patata sintió que Spaguetti la estrechaba con tanta fuerza que casi la alzó del suelo.

Ella dejó escapar una verdadera risa de felicidad. Él solamente la contempló con los labios curvados hacia arriba.

—Te extrañé, Spaghetti. ¡No puedo esperar para rodar colina abajo contigo en una carrera!

El muchacho se rió con timidez.

—También te extrañé, Patata Piccolina.

—¿Por qué llevas eso puesto? —se burló Delilah al ver su túnica negra con un… cuello clerical blanco.

Cuando un incómodo silencio cortó el ambiente, la muchacha comenzó a espantarse. Dio dos pasos atrás, perpleja, escapando del tacto de su amigo.

Él apretó los labios, mostrándose casi apenado.

—Me he vuelto cura, Delilah —afirmó en tono serio.

La sonrisa de Delilah se borró al escuchar aquellas palabras.

Tenía que ser mentira. Estaba segura de que era su trastada para recibirla después de todo ese tiempo. Seguro que era eso.

Ella soltó una risita nerviosa e incrédula mientras negaba con la cabeza, convencida de que se trataba de una mala broma.

—No juegues conmigo, Spaghetti —le dio un golpecito en el hombro—. ¿Qué tonterías dices?

El semblante de Massimo se tornó aún más adusto.

—Te lo juro, Delilah, no estoy jugando. Soy sacerdote de la parroquia.

Delilah estaba segura de que una puñalada en el corazón y una patada en el estómago dolerían menos que esa afirmación. Continuó retrocediendo, poniéndose una mano en el pecho como si hubiese recibido un disparo.

No era posible que su Spaguetti…

—No es verdad —sacudió su cabeza, tratando de entender—. ¿Por qué? ¿Qué has hecho? —le susurró al tiempo que sentía sus ojos humedecerse.

Massimo desvió la mirada hacia sus pies.

—Honestamente —confesó—, no creí que regresarías jamás.

Tan pronto como la joven cerró los ojos debido al dolor que la abrasaba por dentro, las lágrimas se escaparon a sus mejillas.

—Te dije que volvería —le reclamó con la voz quebrada—. Te lo juré.

—Lo sé —dijo él después de un suspiro—. Sólo creí que estarías feliz con tu familia y que te olvidarías de este lugar para siempre, igual que todas las demás, Patata. Tú y yo sabemos que nadie regresa aquí.

Ella tragó con fuerza, intentando deshacer el nudo de su garganta mientras se limpiaba la cara con el dorso de su manga.

—Yo lo hice, regresé. ¿Acaso mi palabra no vale nada?

Un breve silencio se interpuso entre los dos. Massimo tenía miedo de hacer la siguiente pregunta.

—¿Regresaste porque las cosas no salieron como esperabas o por… mí?

Más silencio. Delilah tuvo que hacerse esa pregunta a sí misma antes de responderle.

—Es verdad, mi familia no era lo que creí que sería —admitió—. Quise darles la oportunidad de cambiar, de quererme, pero no funcionó. Sin embargo, habría regresado de todas formas —se dio cuenta—. ¿Sabes por qué? —hizo una pausa al tiempo que él negaba despacio con la cabeza—. Porque desde que te conocí, creí que siempre seríamos tú y yo, que estábamos destinados a estar juntos, sin importar cuántas veces la vida nos separase. Creí que me amabas… de la misma forma en la que siempre te amé y admiré desde que era una niña.

Massimo caminó hacia adelante, acortando la distancia entre ambos antes de sostener su rostro entre sus manos. Sus miradas se encontraron. Los ojos de ella eran un mar cristalino café intentando contener una marea de llanto. Las manos de él eran firmes y grandes sobre sus húmedas mejillas.

El muchacho se asombró de lo mucho que había crecido ella en apenas un año, de lo hermoso que le lucía ese vestido que llevaba puesto… Jamás se había dado cuenta de lo elegante y distinta que podría verse usando indumentaria como cualquier muchacha de su edad.

Las únicas veces que él la había visto vistiendo algo diferente al vestido de su uniforme eran en su primera comunión y cuando estaban más pequeños, durante sus reuniones en el pasadizo secreto usando camisones de dormir. Aquel solo recuerdo trajo la más pura nostalgia a su pecho, haciendo que le doliera.

—Te amo, Delilah —le confesó, sosteniendo la mirada. Aunque sabía que no debía decir esas palabras en voz alta, aquella era la verdad más ineludible de su vida—. Y que haya elegido la vida religiosa no significa que no lo haga o que dejaré de amarte algún día —después de un breve instante sin hablar, continuó—: Sé bien que tomé esta decisión de forma precipitada, en el momento en el que creí que te habías ido para siempre. Pero creo que lo habría hecho de todas formas, incluso si te hubieras quedado.

En ese momento, le soltó el rostro, permitiendo que ella se alejara un poco. Verla llorar con más fuerza lo estaba haciendo pedazos por dentro. No podía soportar la idea de haberla lastimado.

—No quiero escuchar más.

—Sé que esto no es lo que quieres escuchar, pero necesito que me entiendas, por favor, Delilah —sabiendo lo inapropiado que sería tocarla en ese momento, evitó el contacto—. Tal vez no comprendas lo que te voy a decir, pero creo firmemente que mi vida tiene un nuevo propósito ahora. Desde hace mucho tiempo mi sed de conocimiento, de respuestas, y mi aproximación a la ciencia, me han acercado más a Dios. Y no porque piense en Dios como la solución mágica a las respuestas que la ciencia no puede descifrar. Al contrario, porque creo que la ciencia tiene un largo camino por recorrer para descifrar la creación de Dios.

Aunque Delilah lo escuchaba, estaba demasiado inmersa en su dolor para analizar cualquiera de sus palabras.




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