Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 35: Confesión

Era el día de confesión para las niñas y jovencitas del Hogar Católico Santa Mesalina de Foligno.

Ellas se despertaron muy temprano para vestirse en sus uniformes azul oscuro e ir a la parroquia.

Cuando llegó el turno de Delilah, que se había puesto de última en la fila, se dio cuenta de que le sudaban las manos por el nerviosismo.

Decidida, ingresó a la cabina del confesionario, donde tan sólo una rejilla de madera la separaba del sacerdote. Se arrodilló en el reclinatorio y se aclaró la garganta antes de decir:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —resonó la voz de Massimo del otro lado, sobria.

—En el nombre del Padre —Delilah se santiguó, haciendo la señal de la cruz—, del Hijo y del Espíritu Santo.

—El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.

—Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo —la joven hizo una breve pausa para recordar—. Ha pasado al menos un año desde mi última confesión. Desde entonces, puede que haya pecado, de forma consciente o inconsciente. Por eso, de antemano quiero pedir perdón por los pecados que cometí sin tener conocimiento de ello, o por las personas que herí sin saber. Lo cual no quiere decir que quiero quitar o aminorar la culpa que tengo con respecto a esos pecados. Al contrario, simplemente no quiero que nada quede fuera debido a alguna de mis distracciones, o si acaso lastimé con mis palabras o acciones a alguien sin intención.

El silencio sepulcral de Massimo hacía poner a Delilah aún más impaciente.

—Creo que mi mayor pecado ha sido dudar una y otra vez de Dios —explicó finalmente—. Después de haber perdido tanto, de haber visto tanta maldad, me pregunto, ¿cómo es que Él lo permite? ¿Es que acaso está ahí? ¿O es que acaso no le importamos? Debe ser que tengo una fe débil, o simplemente soy muy mala persona como para comprenderlo.

—La fe verdadera nace del cuestionamiento, Delilah —le respondió el cura, quien hasta ese momento no había hablado—. No está mal dudar, ni cuestionar. Es parte del proceso de la fe auténtica.

Eso apaciguó ligeramente la culpa de la muchacha.

—Pero eso no es lo peor —continuó ella—. He llegado a sentir rabia hacia Dios. Cada vez que pierdo algo, siento que él me lo quita, o al menos lo permite. Es como si quisiera verme abandonada. Incluso llegué a sentir celos, porque me arrebató a mi mejor amigo, al que pensé que sería mi alma gemela —Delilah le hablaba al sacerdote como si fuese alguien distinto a Massimo, pese a que sabía que era él quien estaba del otro lado—. Él eligió a Dios por encima de mí y no digo que sea incorrecto, simplemente que no por eso deja de dolerme. No quiero sentirme de esta manera. Y no es cuestión de arrepentimiento. De verdad me arrepiento, lo hago. No obstante, ¿por qué sigo teniendo esta furia en mi pecho que no se va? Lo juro, no quiero sentirla.

Delilah suspiró, apoyando una mano encima de la rejilla de madera que los separaba. Quería que su amigo la mirara a los ojos mientras le confesaba estas cosas, que la ayudara. Él siempre encontraba las mejores palabras para todo. Aunque lo sentía tan frío y distante que no le parecía que fuese la misma persona.

En ese momento, Massimo sintió que su fachada se quebraba. ¿Era el sacerdote o era su amigo?

Dejó escapar aire de su boca también.

—Delilah —susurró con suavidad, aproximándose a su rostro. Esta vez, no podía encontrar nada qué decir que la hiciera sentir mejor—. Quiero que sepas que mi decisión no tiene nada que ver con Dios. No fue su voluntad, sino la mía —hizo una pausa calmada—. Tampoco te he puesto en una balanza junto a Dios para ver qué camino tomaba. No ha sido ninguna competencia. Es sólo la forma en la que decidí vivir.

De repente, el muchacho sintió que no podía más. Necesitaba hablar con ella cara a cara. Se levantó de su lugar, empujó la cortina que lo mantenía aislado del exterior y se encontró con Delilah en la cabina externa.

Al verlo, imponente delante de ella, la joven se puso de pie lentamente, deslizando su espalda contra la pared de madera, sin quitar la mirada de su rostro.

—Sólo quiero que sepas —continuó su amigo, hablándole de cerca— que jamás pensé que podría llegar a ser lo suficientemente bueno para ti. Pero si de algo estaba seguro, era de que sería lo suficientemente bueno para Dios, sin importar todos mis defectos. Sabía que no importaba lo inferior que fuese, para Él no hay mejores o peores hombres. No obstante, cuando se trataba de ti, Delilah, siempre esperé que estuvieras con el mejor, no con el niño que te llamó Patata durante toda tu infancia, alegando que lucías como una.

Con la respiración pesada, Delilah contestó:

—¿Así que decidiste por mí?

—No lo hice —el muchacho negó con la cabeza—. Sólo elegí mi destino antes para no interferir en el tuyo. Y sigo convencido de que tomé la mejor decisión.

Ella agachó la mirada, evitando encontrarse con los ojos del cura.

—Eso no hace que sienta menos resentimiento hacia Dios. Por mi madre, por lo que tuvo que pasar, porque me dejó sola. Porque te dejó solo. A ti y a todas las niñas de este lugar. Porque incluso muchas de ellas sufrieron más a causa de tener padres que de no tenerlos. ¿Estamos destinados a sufrir en este mundo? ¿O es una cínica prueba de fe para ver cuánto resistimos? Dímelo, Massimo, tú que tanto sabes…

Él apartó la vista de sus ojos, en parte para tratar de formular una respuesta a un tema tan complejo, en parte para mantener la distancia.

—Delilah, son muy inteligentes tus cuestiones —admitió mientras regresaba la mirada a sus ojos—. Muchos no tenemos respuestas para ellas. Sin embargo, creo fielmente en que la creación de Dios es libre. No es Dios el que decide hacer el bien o el mal, son las personas. Y si él quisiera detenerlos, ¿existiría la bondad o sólo sería totalitarismo? —hizo un pequeño sonido de frustración antes de continuar—. Quiero que sepas que a Dios le importa una mierda si tú lo odias, él te quiere de todas formas. A Dios no le importa si tú crees en él, él cree en ti.




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