Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 36: Su reputación le precede

La inspección se llevó a cabo con total normalidad. Un señor de corbata se paseó a través de todo el hogar junto al obispo, verificando el estado de los salones y de las niñas.

Tomaron asiento durante la clase de bordado de Gaudenzia, luego permanecieron atentos a la asignatura de religión, que impartía Massimo. Convenientemente, el joven sacerdote había dejado fuera la ciencia esta vez, para evitar conflictos con los hombres.

El inspector y el obispo también se quedaron a almorzar, aprovechando las exquisitas tartas de crema y el té que había preparado Fátima para los dos.

Posteriormente, se encerraron en el despacho de la Madre Superiora y conversaron un largo rato. Impacientes, las niñas más pequeñas, y Delilah, de vez en cuando apoyaban sus orejas contra la madera de la puerta de la oficina, esperando escuchar el veredicto.

Delilah quería saber si el obispo había notado su presencia en el hogar y si había dicho algo con respecto a su regreso.

No obstante, aunque se alcanzaban a escuchar las voces, era casi imposible identificar una palabra o frase completa.

Cuando las pequeñas huérfanas oyeron las patas de una silla chirriar contra el suelo, corrieron desbocadas lejos de la puerta.

Sin embargo, pasó un largo momento y nadie salió de la oficina.

Sin poder controlar su inquietud, Delilah regresó a la puerta y volvió a reclinar su cara contra ésta justo en el mismo instante que Immacolata la abría.

Nerviosa, la joven se irguió. Su rostro parecía haberse sonrosado de repente.

La Madre Superiora la observó con los ojos bien abiertos de desaprobación. En cambio, el obispo que estaba detrás de la hermana, le dio una mirada de desafío antes de adelantarse caminando hacia la salida.

—Así que quiere ser novicia —murmuró lentamente, como si no estuviera convencido. Delilah fingió una sonrisa amable antes de asentir con la cabeza—. Tendré un ojo puesto en usted, señorita. Su reputación le precede. No estoy convencido de que pueda llegar a ser una buena monja luego de sus constantes actos catastróficos e indecentes.

Aquellas palabras enfurecieron a Delilah desde lo más profundo, pero prefirió morderse la lengua.

—Yo sí estoy convencida de que seré una grandiosa monja —se regodeó—. Ya he enviado mi carta de postulación.

—De todas formas —comentó el hombre mientras se dirigía a la puerta principal de hogar—. Me aseguraré de estar como jurado cuando haga el exámen. Y le advierto —la señaló con un dedo de forma grosera y amenazante—. Si está tratando de convertirse en novicia por las razones equivocadas, Dios lo sabrá. Y le castigará.

Esa amenaza hizo enojar a la abadesa Immacolata, que respondió:

—Sin importar sus razones, el período del noviciado existe para explorar la vida religiosa y decidir qué camino transitar. Está en todo su derecho de realizarlo antes de tomar sus votos temporales o definitivos.

La sonrisa de la jovencita se agrandó, dirigida hacia el malvado obispo con sagacidad.


*****

Con una mano asió el balde de leche y con la otra el de agua que había traído del arroyo. Delilah no estaba dispuesta a hacer dos viajes para transportar ambos líquidos a la cocina del hogar.

Cuando caminó frente al rebaño, observó de reojo a Massimo, quien por primera vez en mucho tiempo no estaba vistiendo su sotana. Llevaba un overol viejo que usaba para trabajar en el campo.

En medio de sus piernas, había una oveja, la cual estaba siendo esquilada por él.

El sol caía como gotitas de luz sobre sus tostadas mejillas al tiempo que provocaba que su cabello oscuro se empapara de sudor, pese a que hacía frío.

Tan pronto como escuchó los pasos de la muchacha y sus quejidos al subir la colina con el peso de los baldes, alzó la mirada.

Dejó las tijeras a un lado para aproximarse a su amiga con prisa.

—¿Te ayudo, Delilah?

En ese momento se dio cuenta de que preguntar había sido un error. La negativa sería rotunda.

—No, gracias —se limitó a decir Delilah, batallando cada vez más con el peso a medida que el terreno se volvía más inclinado—. Puedo sola.

Aunque algo le decía que no podía sola.

Y cuando pensaba que serían sus brazos los que la traicionarían, lo hicieron sus pies. Resbaló con la humedad del rocío sobre el césped, desplomándose sobre su espalda en un charco de leche y agua.

Pasó tan rápido que a Massimo, que había visto venir el desastre, no le había dado tiempo de atraparla. Sin embargo, se movió rápidamente para ofrecerle la mano y ayudarla a ponerse en pie.

No quería reírse, pero la imagen del cabello de su amiga empapado con leche de cabra, le hacía difícil aquella tarea. Ocultó su sonrisa por cortesía mientras que ella empezaba a fruncir el ceño.

—¡Ya me lo dijo la abadesa Bonafila! ¡El que es perezoso, trabaja doble! —se quejó ella abiertamente hacia el cielo—. ¡El que mucho abarca, poco aprieta! —golpeó su frente con su palma—. ¡Pero nunca escuché! ¿Por qué nunca escuché? —se lamentó, aún tumbada sobre su espalda—. Lo único que falta es que ruede colina abajo para completar mi humillación —se empezó a incorporar, ignorando la mano que le ofrecía Massimo para ayudarla—. ¿De qué están hechos mis pies? ¿De mantequilla? —bufó de manera irónica—. ¿Y mis piernas?

—De puré de patatas —le respondió el sacerdote con una risita al tiempo que le agarraba el brazo para alzarla hacia arriba.

Tan pronto como estuvo de pie, la inclinación y la humedad del césped la hizo trastabillar nuevamente hacia atrás. Como Massimo aún no la había soltado, se deslizó colina abajo junto a ella.

Para evitar una terrible caída, él dobló las rodillas e intentó sentarse mientras descendían. Tiró de su amiga hacia sí, quien aterrizó sobre su regazo al tiempo que resbalaban a toda prisa hacia el inicio de la montaña. Él le sostenía la espalda con una mano y ella se aferraba a su cuello con ambos brazos.

Pese a que el muchacho intentó frenar con los pies, solamente consiguieron detenerse cuando el terreno se volvió lo suficientemente plano y el rozamiento disminuyó su velocidad.




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