Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 40: Penitencia

Superar un evento traumático no es en realidad superarlo.

Es aprender a vivir con una herida más.

Eso había aprendido Delilah en el último año.

Algunas veces, logras olvidarte del dolor, otras, solamente finges que estás bien.

Navidad era la época perfecta tanto para sentir más pena, como para olvidarte de tus perforantes heridas por un rato.

Mientras veía a sus compañeras cantando con emoción aquellos villancicos, casi se le olvidaba su sufrimiento. Pero al recordar a quienes hacían falta en aquella escena, se desvanecía por dentro.

La abadesa Bonafila, Laraina, Cannoli, su madre, su padre…

Incluso aquellas que se habían ido para jamás volver:

Mestiere, Alfonsina, Beatrice, Pia…

¿Alguna vez volvería a coincidir con ellas?

Esperaba que sí.

Entristecida, se escabulló fuera del hogar hacia el jardín delantero, donde caía una ligera nevada en diminutos copos cristalinos. La decoración navideña en el exterior era hermosa, los adornos y guirnaldas se asomaban en cada rincón. Desde las ventanas se escapaba la luz de las numerosas velas y lámparas que engalanaban el árbol en el interior de la mansión, iluminando tenuemente el oscuro pórtico.

Delilah se apoyó de la barandilla al tiempo que contemplaba la nieve descender del cielo.

—¿Por qué no entras?

Le preguntó alguien a sus espaldas, haciendo que se sobresalte.

Era Massimo, que acababa de llegar desde la parroquia.

El muchacho iba vestido con un elegante traje. Llevaba guantes, corbata, un frac y zapatos lustrados. Lo único que lo diferenciaba de un hombre libre era el cuello clerical blanco.

Por su parte, ella llevaba la versión de gala de su uniforme azul oscuro. Éste era muy similar al de diario, salvo que tenía las mangas más abultadas y más detalles en las costuras y el encaje. Además, la boina azul era reemplazada por un sombrero elegante.

—Llegas tarde —le reprochó su amiga—. Me estaba empezando a aburrir.

—Eso es porque no estás bailando.

—No tengo con quién hacerlo.

Él alzó una mano para ofrecérsela.

—¿Para qué estoy yo?

Delilah parpadeó varias veces, confusa. Sin embargo, tomó la mano que le ofrecía.

Él colocó su otro brazo alrededor de la cintura de su amiga, atrayéndola hacia sí antes de ponerse a girar divertidamente a través del pórtico.

Massimo nunca había bailado con una dama, pero su instinto le hizo seguir el ritmo alegre del piano que tocaba Gisela y resonaba por lo bajo, emergiendo a través de las paredes hacia el jardín.

Ella, que sí había bailado o asistido a bailes estando en el palacio de su familia, lo dirigía torpemente.

De algo había servido aprender cosas de la institutriz que le había puesto su abuela.

Cuando Massimo la escuchó reír en medio de la danza, supo que estaba haciendo algo mal. Por primera vez, él era más torpe.

—¿De qué te ríes? —jadeó en medio de un giro incómodo.

—De nada —Delilah apretó sus labios para no dejar escapar una risotada—. ¿Por qué no intentas alzar tus pies, en lugar de arrastrarlos?

El sacerdote rió de manera sarcástica.

—¿Cómo no se me había ocurrido?

—Tengo una idea —sugirió ella antes de tomar sus dos manos para guiarlo hacia la nieve, fuera del pórtico—. Ahora sí levantarás los pies.

Con gracia, le mostró cómo danzar sobre la nieve. Cada vez que sus zapatos se hundían, estaba obligado a desenterrarlos. De esta manera, aprendería a no arrastrarlos.

Él prácticamente dio saltos al tiempo que trataba de girar alrededor de su amiga. Ella se reía a carcajadas, siguiéndole el paso.

—¿Ves? ¿No es mejor?

—¡No! —se quejó el joven, dando brinquitos para evitar terminar sumergiéndose hasta el torso en la nieve—. ¿Estás segura de que se hace así?

—¡Estás mojando tu traje! —le avisó ella, señalando las botas húmedas de sus pantalones.

—¡Y tú el vestido!

—¡Levanta los pies con ritmo!

Delilah se agachó para agarrarle la pierna, indicándole cómo debía hacerlo. No obstante, el muchacho perdió el equilibrio, cayendo hacia atrás.

—¡Me tiraste!

Aún desde el suelo, juntó nieve entre sus blancos guantes y la arrojó directo en el rostro de la jovencita.

Ella abrió la boca, soltando un grito ahogado de indignación justo al recibir el impacto sobre su frente.

En venganza, pateó la nieve, salpicándola sobre su elegante traje. Pero cuando se inclinó para recolectar más con las manos, el sacerdote atrapó su muñeca, impidiendo que se irguiera.

Dos veces Delilah tiró de su brazo hacia atrás, tratando de zafarse de su sujeción, hasta que fue consciente de que el joven la observaba fijamente, sin moverse, sin hablar…

Él solamente contemplaba cuidadosamente los copos helados que se acumulaban sobre sus pestañas y su cabello castaño; el rubor de su nariz, debido al frío; la tersura de su piel…

—¿Qué sucede?

Massimo la soltó, como si acabara de despertar de una ensoñación.

—Nada —murmuró calmadamente, bajando la mirada.

Delilah se dejó caer sentada para estar a su altura, cara a cara. Con su dedo, trazó formas en el suelo congelado, tratando de ocultar su timidez.

Suspiró.

—A veces siento que te perdí.

Él regresó los ojos hacia su rostro.

—¿Por qué? —ahora su semblante tenía una expresión ligeramente más dura—. Te lo he dicho antes, y lo sostengo. Seguiremos siendo amigos siempre.

Ella jugó con el borde de sus mangas para distraerse.

—Pero ya no podemos hacer las mismas cosas. Eres esto —hizo una seña hacia su cuello.

—¿A qué cosas te refieres, exactamente?

Se encogió de hombros antes de responder.

—Intercambiar ropa y aparecer en medio de la ceremonia vestidos el uno del otro, por ejemplo.

Los dos rieron en voz baja por el recuerdo.

Delilah se levantó para caminar lejos de él.

No podía evitar odiarlo por lo que había hecho.

Sin darse cuenta, estaba corriendo.




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