Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 44: La novicia y el sacerdote

El joven se puso de pie bruscamente antes de dirigirse con prisa al exterior de la habitación.

Tan pronto como estuvo lejos de ella, se reclinó contra una pared y respiró profundo, rogándole a Dios que alejara los deseos impuros de su mente.

Un breve instante después, apareció Delilah en el pasillo.

—¡No puedo creer que es su último día! —comentó Emma al encontrárselos—. Creo que no hay forma de agradecerles todo lo que hicieron.

—Fue un trabajo de todos, Emma. Tú también hiciste parte. Y me ayudaste a resistir mis primeros días —Delilah se dirigió escaleras abajo, hacia la sala de cuidados de los niños—. Iré a despedirme de los pequeños.

Después de recobrar la compostura, Massimo siguió a su amiga.

—¡No te vayas! —lloriqueaba una niña, colgándose del cuello de la muchacha—. ¿Quién me contará historias de terror?

—Emma lo hará, o cualquier otra enfermera. Tienen órdenes de seguir leyéndoles cada noche. Y si no lo hacen, escríbeme. Me encargaré de que todo continúe tal como lo dejé.

—No será lo mismo —se quejó un pequeño—. ¿Tú también te vas, padre Massimo?

—No seremos los únicos —afirmó el cura—, todos ustedes serán dados de alta muy pronto y regresarán a sus casas. Tenemos que irnos para poder seguir ayudando a más personas.

Después de que la novicia y el sacerdote pasaran tiempo con cada uno de los pequeños, se pusieron a empacar sus cosas.

Pronto, un carruaje aparcó fuera del hospital, esperándolos. Saud estaba dentro del vehículo.

Aunque el niño se había recuperado del todo, había regresado para viajar al hogar junto a ellos. No podía controlar su entusiasmo por ver las estrellas por primera vez a través de un telescopio.

—Queremos entregarles esto de parte del personal del hospital —una enfermera le colocó una medalla a Massimo y otra a Delilah respectivamente justo antes de que ambos subieran a la carroza—. Es un reconocimiento por todas las vidas que salvaron y el cambio permanente que han logrado en el hospital —seguidamente, les entregó un pergamino enrollado—. Y esto es para la Madre Superiora del hogar, por su colaboración al enviar a sus mejores soldados.

*****

Delilah escaló la colina mientras perseguía a las expertas cabras, que escalaban las verticales rocas húmedas como si sus patas tuvieran alguna especie de pegamento.

La joven, con un libro bajo el brazo, no se detuvo hasta llegar a lo más alto de la montaña, desde dónde se podía apreciar una hermosa vista de Mondovì.

Era su época favorita del año, la primavera, aunque fuese tan típico de las mujeres sentir predilección por esa estación. Le gustaba ver las flores brotar, sentir su aroma y estornudar con el polen.

Le gustaba el aspecto tan colorido que adquiría la pradera durante esos meses de sol y frescura.

Finalmente, se tumbó en el césped bajo los radiantes rayos de luz solar y abrió su libro en la página que había marcado. Tenía que aprovechar los últimos destellos del atardecer para terminar su novela.

La mitad del mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad —leyó Delilah en voz alta para luego comentarle a la cabra que yacía a su lado—: Estoy de acuerdo. ¿Y tú, Anacleto? En general, es complicado entender las cosas que gustan o disgustan a otra si tú no te sientes o te has sentido igual en algún momento. Al final, no somos tan solidarios.

*****

A mitad de la noche, Immacolata llamó a la puerta de la casa parroquial con apremio.

Fue Massimo quien abrió, confuso, todavía en su ropa de dormir.

—Te ofrezco disculpas si te molesto o te he despertado. No quiero importunarte, pero es más de la medianoche y Delilah no aparece, Massimo —explicó la Madre Superiora—. Pensé que tal vez se podría encontrar… contigo.

Al sacerdote le alarmó más el hecho de que la abadesa creyera que podía encontrarse con él a esas horas de la noche, que el hecho de que su amiga estuviese desaparecida.

—Desde que vino a misa en la mañana no la he vuelto a ver —afirmó el muchacho.

Immacolata suspiró con preocupación.

—Si no aparece antes del amanecer, esa jovencita se meterá en problemas. ¿Cómo es posible que se pierda sin avisar?

—Va a aparecer —le aseguró Massimo—. Sabes cómo es.

Immacolata ladeó la cabeza y agrandó los ojos.

—Precisamente.

—Vamos a esperarla un par de horas. Si sigue sin regresar, iré a buscarla. ¿De acuerdo?

El padre Massimo agarró su abrigo antes de partir hacia el hogar con la Madre Superiora.

*****

La novicia no sabía qué hora era cuando despertó. Todavía estaba oscuro, pero un tórrido resplandor se mostraba detrás de las montañas. Ese que solía verse justo antes de que se mostrara el sol o cuando estaba ocultándose.

—Maldición —susurró Delilah al incorporarse, observando a su alrededor. Ni siquiera las cabras estaban ahí—. Perdón, Dios —se cubrió la boca con una mano—. Todavía no me acostumbro a no decir malas palabras.

Cuando se levantó del suelo, el césped se adhirió a su vestido y a su cabellera trenzada.

En su prisa por volver al hogar, echó a correr. No obstante, la pendiente era extremadamente empinada. Y la tierra estaba húmeda por el rocío de la madrugada.

Aunque intentó mantenerse erguida sobre sus pies, de pronto notó que su espalda estaba rozando el terreno y su descenso estaba fuera de control.

Gritó con fuerza mientras caía hacia abajo, hasta encontrarse con una gran roca que detuvo su bajada.

Su pie izquierdo fue el primero en golpear la enorme piedra y su tobillo resistió el impacto dolorosamente.

Cojeando, siguió su camino colina abajo hasta regresar al hogar.

Se percató de la cálida luz de la vela que se dejaba ver desde la ventana de la oficina de la Madre Superiora, quien estaba asomada como en espera de ver a alguien.

Cuando la monja la reconoció, agarró el candelabro y corrió a su encuentro en el exterior del hogar.

—¡Delilah! —vociferó con un tono de preocupación y reprimenda. Massimo fue el siguiente en aparecer, saliendo por la puerta principal tras la abadesa—. ¿Estás bien? ¡Son las cuatro de la madrugada!




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