Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 50: Jinetes de la muerte

Pasada la medianoche, se escuchó el relinchar de un caballo, sus pisadas sobre el sendero de arena, sus jadeos de agitación.

Un jinete parecía estar en la proximidad del hogar.

Algunas niñas y monjas se habían despertado al escucharlo. No obstante, fue cuando llamaron a la puerta con urgencia que comenzaron a salir de sus camas para asomarse por la ventana.

—Despierta, Delilah —le llamó Gisela a su amiga, que estaba en medio de un profundo sueño—. ¿No es ése…?

La joven abrió los ojos despacio y al notar cómo las monjas parecían exaltadas a su alrededor, se incorporó en la cama rápidamente.

—¿Qué sucede?

—¡Es Giacomo!

Delilah se arrodilló en su cama para observar por la ventana.

El chico rubio, junto a su caballo, se hallaba delante de la puerta. Él se movía de un lado a otro, como si aguardara impaciente que le abrieran.

Ella corrió rápidamente hacia el salón, descalza y en su ropa de dormir. Cuando llegó a la puerta principal, la Madre Superiora ya la había abierto, dejando entrar a su prometido.

—¡Delilah! —dijo él tan pronto como alzó la mirada y la vio llegar.

Los dos corrieron para encontrarse en un apretado abrazo. Mientras ella lo envolvía entre sus brazos, él le acariciaba el cabello.

—¿Qué haces aquí? ¡Y a esta hora! —comentó la muchacha alarmada por su llegada inesperada.

—Debo ocultarme, Delilah, me están siguiendo.

Las monjas que empezaban a arremolinarse en los pasillos continguos al salón, largaron un sonido de sorpresa.

—¿Quién te está siguiendo, Giacomo?

—Las noticias no tardarán en llegar, el Reino de Italia se unirá a la guerra. Es posible que por la mañana todos estén hablando de esto. El ejército vino a reclutarme hace días, pero les informé que me enlistaría tan pronto como me case con mi prometida. Les dije lo mucho que era importante para mí.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —Delilah puso las manos sobre las mejillas del joven y comenzó a retirar el cabello dorado que caía sobre su rostro, asegurándose de que no estaba herido.

—Emprendí mi viaje a Mondovì apenas supe la noticia, Delilah. Cuando llegué al pueblo, las autoridades me detuvieron y comenzaron a interrogarme. Pese a que les expliqué que venía a casarme, pensaron que quería huir, que estaba escapándome para no enlistarme en la guerra. Quisieron ponerme en prisión, pero me escabullí.

Delilah agarró la mano del joven para guiarlo hacia otro lugar.

—Vamos, tenemos que ocultarte.

—No, no —se resistió Giacomo—. Vine aquí para casarme contigo, Delilah. Antes de que me atrapen, lo único que quiero es que nos casemos, ahora —comentó con voz firme—. Si me pasa algo, quiero que tengas el futuro asegurado. Quiero que tengas mi dinero… tu dinero. Y lo que te pertenece. ¿De acuerdo?

Esta vez fue Giacomo quien sostuvo el rostro de su prometida entre sus amplias y fuertes manos.

—Pero, Giacomo, ¡¿estás loco?! —exclamó Delilah con preocupación—, ¿cómo vamos a casarnos ahora? ¡Eso es imposible!

Hubo un breve silencio mientras todos pensaban en qué hacer, en lo que les esperaba. En cómo evadir la ley para lograrlo…

—Salgan por detrás hacia la capilla, vamos —les animó la abadesa Immacolata—. Iré con ustedes para pedirle al sacerdote que los case —luego, se volteó a ver a las niñas—. ¡Escondan el caballo del muchacho en el granero antes de que lo hombres lleguen! Y si se aparecen por aquí, distráiganlos.

El miedo se apoderó del pecho de Delilah y su corazón comenzó a latir a toda prisa.

Las pequeñas, con cierta emoción, se movieron para hacer lo que la abadesa les pedía. Salieron para tomar al corcel desde sus riendas y lo condujeron hacia el establo.

Como el animal no se estaba moviendo, tres niñas lo empujaban desde atrás, mientras otras dos tiraban de sus riendas hacia adelante en medio de la oscuridad.

Todas se encontraban en las mismas condiciones que Delilah, sin zapatos ni ropa. Sin embargo, parecían dispuestas a ayudar, cruzando toda la pradera para poner al caballo en el establo.

—Tiene una silla muy elegante —susurró una de ellas al tiempo que situaba al animal junto a otros caballos para que se confundiera con los demás—. Luce muy cara, ayúdenme a quitársela.

Todas hicieron un esfuerzo para remover la silla del animal y ocultarla bajo una montaña de heno.

—Aún así, el corcel no se parece a los otros —se quejó una con miedo—. Mira su pelaje brillante. Y los demás se ven esqueléticos a su lado.

—¿Qué podemos hacer?

—Ponle una manta encima.

—Vamos a buscarla.

Cuando estaban de camino al hogar, escucharon en la distancia un grupo de jinetes. Había voces, pisadas de caballo, luces que parecían provenir de antorchas…

Y gritaron del miedo, apretando el paso para llegar a su habitación sin ser vistas.

Por su parte, Delilah se colocó un hábito por encima de su camisón, cogió la mano de su prometido y se escabulló por la puerta de la cocina. La abadesa les seguía de cerca, sosteniendo una lámpara de aceite como única fuente de luz para mostrarles el camino hacia la capilla.

Iban tan rápido como podían, tratando de no hacer ruido, al tiempo que oían a los caballos de los oficiales cada vez más cerca.

—Rápido —musitó Delilah al tiempo que sostenía con más fuerza la mano de Giacomo.

Mientras atravesaban el terreno de forma apresurada, se dieron cuenta de lo expuestos que estaban. Ya podían ver al grupo de oficiales cabalgando hacia el hogar en el horizonte.

—Apague la lámpara, Madre Superiora —ordenó Giacomo sin aliento.

—¡Pero no podremos ver nada! —se negó la mujer.

—¡Apáguela! —repitió Giacomo antes de tumbarse sobre sus rodillas—. ¡Agáchense o van a vernos! Vamos por donde el césped esté más alto.

Immacolata apagó la lámpara, dejándola a un lado para continuar gateando junto a ambos jóvenes.

—Vamos por la parte de atrás —avisó la monja cuando llegaron a la casa parroquial junto a la capilla.




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