Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 52: Desertor

Lo siguiente que se escuchó fue absoluto silencio. Lo único que podía percibir Delilah era su corazón, acelerándose como si estuviera a punto de sufrir un ataque.

No podía ver ni oír nada, no obstante, el eco de la detonación todavía resonaba en sus oídos y en su cabeza.

Aquel instante de incertidumbre para ella fue eterno. Hasta que alguien sujetó su brazo con fuerza.

—Soy yo, soy yo —dejó escapar Giacomo en un jadeo—. No me dió, tranquila.

En ese momento, Gaudenzia abrió la ventana a toda prisa. Los dos se abalanzaron dentro rápidamente mientras que el guardia que les seguía intentaba tirar de la túnica de Giacomo, que fue el último en entrar.

Finalmente, trató de agarrarle los pies, pero los perdió cuando el joven terminó de saltar al interior de la habitación.

Al mismo tiempo que Giacomo cerraba la ventana, el soldado la empujaba del otro lado. Delilah y Gaudenzia se unieron, hasta que finalmente lograron poner el pestillo de vuelta.

Fue entonces cuando el sujeto comenzó a golpear los vidrios con su fusil, mientras que la pareja escapaba para ocultarse en alguna parte del hogar.

Cuando ambos escucharon el grito de Gaudenzia, supieron que el soldado acababa de irrumpir en la mansión.

Delilah condujo a Giacomo a un gran baúl en el pasillo, dónde los dos cabían perfectamente hechos un ovillo.

Ella cerró la puerta sobre sus cabezas e intentó no respirar.

Escucharon los pasos del hombre caminando lentamente a través del corredor. Luego, más rápido, como si hubiera empezado a correr, seguido de los alaridos de varias hermanas y niñas.

La poca iluminación favoreció a que el hombre no se hubiese percatado de que había un baúl contra las paredes del pasillo.

Tan pronto como dejaron de escucharlo, salieron de su escondite y Delilah guió a su esposo hacia el dormitorio de las monjas, donde se hallaban todas sus cosas.

Abrió el cajón de su mesa de luz y acomodó sus pertenencias en un pequeño maletín. Lo único que tenía era un camisón de dormir, dos vestidos, una muñeca bordada por ella, la cual decidió dejar en medio de la prisa; un sombrero, el cual se colocó sobre su cabeza en ese momento, y algunas cartas escritas para su madre.

—Vamos, Delilah, apresúrate —la apuró Giacomo al tiempo que vigilaba la puerta.

—Vamos —replicó ella cuando su equipaje estuvo listo.

Ambos comenzaron a atravesar los pasillos del hogar mientras los soldados invadían la mansión a medida que se empezaba a correr la voz de que habían avistado al fugitivo dentro del lugar.

La pareja entró a cada una de las habitaciones, intentando encontrar una por la cual salir sin ser vistos.

Finalmente, hallaron una vía franca sin supervisión de soldados y salieron a través de una ventana.

—Ahora debemos ser muy rápidos —le explicó el joven sin aliento a su esposa al tiempo que trotaban por el césped—. Debemos dirigirnos hacia el carruaje. Es bastante probable que nos vean, pero debes seguir corriendo, Delilah, no te detengas.

Fue justo como le había avisado. Tan pronto como los jóvenes se movieron hacia la parte frontal del hogar, los soldados se percataron de su presencia.

—¡Ahí, ahí! —comenzaron a gritarse los unos a los otros al observar sombras franqueando la pradera.

Lo siguiente que hicieron, fue intentar atraparlos e ir tras ellos.

Sin embargo, los muchachos llevaban algo de ventaja.

Cuando Delilah comenzó a subirse a la carroza, Giacomo la detuvo.

—¡Sube encima del caballo, Delilah, rápido!

—Pero… ¡no hay tiempo!

—¡Hazlo, ahora!

La joven dio un salto sobre el dorso del animal, sólo para terminar resbalando, puesto que el corcel no tenía silla de montar. En su segundo intento, lo logró.

Entretanto, él desataba a los caballos del carruaje y ataba el equipaje en los costados del animal.

—¡Giacomo! —le advirtió Delilah en un grito a su esposo justo antes de que él saltara encima del caballo, evitando ser atrapado por un soldado que casi lo había alcanzado.

—¡Vamos! —vociferó mientras ambos golpeaban con sus talones el abdomen del corcel para que avanzara.

En el momento en el que comenzaron a descender a través del sendero de arena, una muchedumbre de soldados empezaba a montar sus caballos para seguirlos.

—¡Rápido, Delilah! —gritaba Giacomo a Delilah, quien se estaba quedando atrás y tenía problemas para seguirle el paso—. ¡Tenemos que perderlos, o no llegaremos a ningún lugar!

En su voz había genuino miedo.

La muchacha apretó el paso, aferrándose al corcel con todas sus fuerzas.

—¡Hay que ir hacia el arroyo! —le avisó—. ¡Conozco el camino para cruzar a caballo! ¡Ellos se ahogarán si no saben dónde pisar!

Ella sabía que era un movimiento un tanto arriesgado, teniendo en cuenta que debían disminuir el paso para cruzar el río.

—Confío en ti, Delilah.

Cuando se desviaron hacia el arroyo, los soldados parecieron genuinamente confundidos.

Ella condujo a su esposo por el camino menos profundo, en el que los caballos podían pisar sin hundirse completamente. En cambio, tan pronto como los jinetes que los perseguían empezaron a atravesar el río, sus caballos se negaron a avanzar, o se hundieron hasta el cuello, incapaces de continuar.

—¡Maldita sea! ¡Naden!

Aquella jugada les dió el tiempo suficiente a la pareja para alejarse hasta el punto de dejar de ver y escuchar a la tropa.

—Delilah, debes estar preparada —comentó Giacomo sin aliento, ralentizando la marcha—. Cabalgaremos hasta el puerto de Génova. Puede que lleguemos casi al mediodía.

La muchacha asintió con la cabeza al tiempo que empezaba a sentir un punzante dolor en el pecho causado por el hecho de pensar en que no había podido despedirse propiamente de nadie y que no sabía cuándo volvería a ver a sus compañeras. O si es que acaso volvería a verlas.

—Haré lo que tenga que hacer.


*****


—Con ese dinero sólo les alcanza para ir en tercera clase —afirmó el sujeto detrás del mostrador—.  Sólo podemos ofrecerles un saco relleno de heno para dormir y un urinario para cada cien personas.




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