Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 53: América

Los hombres uniformados consiguieron llegar hasta Giacomo gracias a los pasajeros del barco, que lo habían aprisionado para entregarlo a los soldados.

Y para sorpresa de Delilah, comenzaron a trasladarlo fuera del barco, sólo a él.

—¡Déjenme ir! ¡Tengo que bajarme también! —chilló ella al tiempo que la sujetaban entre dos personas para que no siguiera a su esposo.

—¡Delilah, está bien, ve a América! —le gritaba él, ahora sin forcejear contra los guardias—. ¡No sabemos lo que pueda pasar tras la guerra! ¡Vete y haz una mejor vida!

—¡No! —comenzó a llorar con desesperación la joven—. ¡Déjenme bajar, se los ruego! ¡Reclútenme a mí también, por favor!

No obstante, nadie la escuchó.

—¡Voy a estar bien, querida! —vociferó Giacomo desde el muelle, esbozando una sonrisa para tranquilizarla. Entretanto, era arrastrado fuera de su vista—. ¡Sé que podrás salir adelante! ¡Te amo, Delilah! ¡Te juro que iré a buscarte cuando termine la guerra! —al decir esto último, Delilah ya no podía verlo, había desaparecido tras la pared de una construcción—. ¡Te lo juro!

—¡No, suéltenme! ¡Déjenme ir! —la voz desgarrada y trémula de Delilah se mezclaba con los cientos de voces a su alrededor. Sus lágrimas limpiaban el polvo de su cara, dejando líneas blancas sobre sus mejillas sucias—. ¡Giacomo, te amo! —respondió, esperando que el muchacho siguiera oyendo. Una frase que dejaba ver que se había dado por vencida. El barco comenzó a moverse mientras que los peones empezaban a retirar la pasarela que unía el muelle con el mismo—. ¡Te esperaré, te lo prometo!

Únicamente cuando el crucero se distanció del puerto, las personas que la sujetaban la soltaron. Ella se dejó caer sobre sus rodillas, con la certeza de que era demasiado tarde para saltar al mar y tratar de alcanzar a Giacomo. Su llanto y fuertes sollozos evidenciaban su pesadumbre.

Golpeó con un puñetazo el suelo de manera, adolorida por dentro y por fuera. No sabía si Giacomo iba a estar bien, no sabía si ella iba a estar bien. No sabía cómo iba a pasar por todo lo que estaba por vivir, completamente sola.

—¡Quiero bajarme! —lanzó un alarido, corriendo hacia el borde de la barandilla, tratando de encontrar la mirada de Giacomo en la distancia por última vez. Sin embargo, no podía distinguir nada a través de la humedad de sus ojos.

—Vas a estar bien, niña —le dijo un hombre con acento campesino—. Sólo estaremos aquí un poco más de un mes. Luego, podrás hacer una vida en las ciudades parisinas de Las Américas.

Ella cerró los ojos, tratando por un momento de pensar con claridad.

—Quería que me reclutaran al ejército.

—¿Crees que ibas a protegerlo estando ahí? Morirían ambos. No eres una heroína de una novela de aventuras.

Aquello terminó por quebrar su corazón en pedazos. Respiró profundo, intentando calmarse.

Si ella tan sólo pudiese ser como esas heroínas de sus novelas… Con su astucia, inteligencia y fuerza, habría burlado a los soldados, podría haber escapado con su esposo, podría haber evitado que fuese a la guerra.

Incluso, podría detener a las personas malvadas que se empeñaban en luchar unos contra otros en un campo de batalla.

En su mente, muchas veces se había imaginado luchando, cerrando las bocas de aquellos que no la creían capaz de hacer cosas, enfrentándose contra fusiles y ganando.

No obstante, esto era la vida real. Y ella no era una heroína. Lo único que podía hacer, era aceptar su cruel destino.

La realidad era que la elocuencia e inteligencia de sus heroínas no paraban balas de cañón. Lo hacían los cuerpos humanos, que posteriormente yacerían sin vida en medio de la arena de combate.

—Dame una de esas monedas que vi que traes —continuó hablándole el individuo—. A cambio, te enseñaré español. Lo necesitarás para sobrevivir en las Américas.
 

*****
 

Puerto de la Guaira - Distrito Federal - Estados Unidos de Venezuela - 1915

Delilah sujetó con fuerza el sombrero sobre su cabeza, el fuerte viento lo hacía resbalar de su cabellera mientras ella descendía a través de la pasarela hasta el muelle, sosteniendo su maletín en la otra mano.

Lo primero que vio la dejó sin aliento, un pueblo bastante pequeño a orillas del Mar Caribe, rodeado por montañas llenas de vegetación, donde las embarcaciones se hallaban atracadas en sus costas.

El sol hacía arder su rostro, en especial sus mejillas, como si se estuvieran incendiando.

En tierra, un arsenal de peones de distintas razas aguardaban a los pasajeros. Sus pieles parecían una paleta de colores en diferentes tonalidades; sus ropas, enteramente blancas, al igual que sus sombreros. Por último, sus negras botas de campo, que les llegaban hasta las rodillas.

Ella sentía que por primera vez en su vida veía un horizonte tan grande, tan amplio, tan lejano. El aroma en el ambiente era como una mezcla de sal, animales marinos, vapor y verano.

—Me pareció escuchar que los vecinos de la familia para la que trabajo están necesitando a una muchacha que les ayude con la limpieza de su hacienda —le comentó la mujer con la que había entablado amistad en el barco—. Si vienes conmigo, tal vez puedo ofrecerte para el puesto.

—¿No sería eso muy atrevido de mi parte? —le cuestionó Delilah.

—Claro que no, son muy amables.

—Preciosa dama, deme su mano —le pidió un peón en español al verla intentar bajar de la pasarela. Aunque no había entendido del todo, la mano extendida le hacía pensar que le estaba ofreciendo ayuda—. Bienvenida a la tierra más linda y próspera que jamás verán sus dulces ojos.

Nuevamente, Delilah no tenía idea de qué significaba la mayor parte de la frase.

—¿Me aceptarán aunque no hable tan bien español? —interrogó a su acompañante.

—Sólo necesitas limpiar su casa, no vas a dar un discurso —contestó la mujer antes de señalar un carruaje aparcado en la arena, a lo lejos—. ¡Ése es el cochero de mis patrones, vamos!




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