Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 54: Hacienda Santa Rita

Hasta ahora, a Delilah le había sorprendido el exterior de la hacienda. Era una vistosa casa color naranja, de estilo colonial español, de enorme tamaño y con muchísimo terreno alrededor, rodeado por una simple verja de madera. Las paredes tenían cierta textura, pues no eran del todo lisas, además, cientos de diferentes plantas exóticas adornaban el pórtico.

La puerta era de un tamaño exageradamente grande y alta y junto al arco de entrada, dos lámparas colgaban de cada lado. Las ventanas, que daban hacia la carretera de arena, eran más altas que ella misma, estaban rodeadas por elegantes enrejados y contaban con un amplio alféizar.

Sin embargo, lo que más la impresionó fue el interior del lugar.

El suelo de azulejos color ladrillo daban oscuridad al salón principal, al igual que los muebles elegantes de un tono café. No obstante, desde los vitrales de colores instalados en las ventanas y en el tragaluz, ingresaban cientos de rayos de luz de diferentes tonalidades. Desde rojas, azules, rosas, púrpuras, pero en especial verdes. Aquellos destellos formaban figuras en las paredes y el suelo, como las de un caleidoscopio.

Apenas se abrió la puerta, el sonido de cientos de campanas sutiles inundó sus oídos, haciendo resonar una suave música. Todo era gracias a decenas de carillones que colgaban del techo y que al pasar, tintineaban con el movimiento.

Por otro lado, cientos de figuras de porcelana adornaban cada pequeño rincón y recoveco del lugar. Desde pequeños patitos que hacían juego, hasta una colección completa de bebés en diferentes trajes. Y jarrones de arcilla naranja, de distintos tamaños y formas, hechos a mano, coloreados con flores azules; reposaban en cada estantería.

A pesar de que el lugar estaba repleto de decoración por doquier, no se sentía demasiado refinado o costoso. Cada pequeño adorno lucía como si hubiese sido hecho a mano y le daba a la hacienda un toque hogareño y acogedor. Incluso las pinturas o cuadros, tenían cierta esencia rústica y suntuosa a la vez.

Aquel salón era tan mágico que se quedó sin palabras. Parecía ser la mezcla perfecta de la opulencia con un aire campestre.

Y por si aquello fuera poco, había plantas y flores por dondequiera que mirases, incluso más que en el exterior de la casa. Tenían macetas colgantes, que con cadenas caían por encima de su cabeza. También otras en el suelo e incluso sobre las mesas. En toda la sala se respiraba un sutil aroma a rosas y tierra húmeda.

No sabía cómo o por qué, pero aquel sitio la hacía sentir que era una niña de nuevo. La trasladaba a un lugar de pura nostalgia e infancia. Se sentía casi como si no estuviera ahí, como si todo se tratara de un sueño.

Mientras andaban a través del largo pasillo con pinturas de personas desconocidas, Delilah sólo podía imaginar que estaba dentro de un cuento de fantasía.

—Y éste es tu cuarto —comentó la señora Hidalgo al tiempo que abría la puerta de un dormitorio sencillo, con una elegante cama de hierro individual, dos mesas de luz, un armario y una enorme ventana que parecía sacada de un libro ilustrado—. Esa puerta de allá da a tu propio baño.

No podía ser verdad. ¿Hasta tendría su propio cuarto de baño?

Aunque esa habitación estaba casi vacía, el ambiente era igual de acogedor que el resto. La sábanas blancas con ligeros adornos, las plantas sobre el alféizar de la ventana y la vista a las calles de arena con aquellas espectaculares montañas de fondo y la llanura del campo, la hacían soñar despierta.

—Gracias —fue lo único que consiguió decir con una sonrisa en los labios.

—Debes estar cansada. Te daré tiempo para que te des un baño. Luego, colocaré sobre tu escritorio el listado de cosas que necesitamos que hagas y tu delantal de trabajo. Tendremos visitas más tarde.

Delilah asintió.

—Sí, gracias —repitió torpemente en español. Luego hizo señas, imitando escribir—. ¿Escribir? ¿Papel?

—Ah —se percató la señora Hidalgo—. ¿Quieres escribir a tus familiares? Al final del corredor, en la oficina de mi esposo, hallarás plumas, tinta y papel. Si quieres enviar una carta, déjala en el buzón de afuera. Una vez por semana pasa un peón por aquí a recogerlas para llevarlas a la oficina postal en Caracas.

—Sí, gracias —asintió Delilah en su divertido acento.

—¿Sólo sabes esas dos palabras?

—Sí, gracias —volvió a decir, provocando la risa inmediata de la pareja.

Tan pronto como ambos señores se retiraron, dejándola sola, Delilah se tomó un baño, cambió su ropa, ordenó su armario y se dirigió a la oficina del señor Hidalgo.

Sobre el escritorio, reposaban varias hojas de papel y algunos tarros de tinta. En el cajón, encontró delicadas plumas que parecían bastante costosas, o de algún ave exótica.

Una vez sentada en el sillón, humedeció la punta de la pluma y comenzó a escribir una carta tras otra. La primera para Giacomo, en principio para saber de él, pero también avisándole que había llegado bien a América y en dónde se encontraba. La enviaría a casa de su abuela, esperando que alguien se la entregara si llegaba aparecer por ahí. La segunda carta la escribió al convento para avisarles su paradero y contarles lo sucedido. Ahí se despedía formalmente de todas, con la esperanza de volver a encontrarlas en algún momento de su vida. Aunque ahora estuviese muy lejos. Adicionalmente, dejó un postdata, pidiéndoles que si alguna vez sabían de Massimo, también se despidieran de él y le contaran a dónde había ido.

Cuando se levantó para buscar algo que le ayudase a mantener las hojas de papel rectas para que la tinta pudiese secarse, tropezó el bote de tinta con su amplio vestido, haciendo que el líquido negro terminara por toda la superfecie de la mesa y goteara hasta la alfombra de aspecto costoso.

Un grito ahogado salió de su boca al darse cuenta.

—Me van a echar, me van a echar —susurró en voz baja, llevándose las manos a la cabeza—. Me iré a la calle.




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