Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 55: Vienen Visitas

Tan pronto como encontró el cobertizo donde guardaban las sillas de los caballos, ella comenzó a prepararlas y limpiarlas, debido a que estaban bastante sucias de heno y polvo. Todavía tenía un nudo en la garganta mientras pensaba en lo que había hecho. ¿Por qué siempre tenía que ser tan torpe? ¿Por qué no era como los demás?

En su robusta silla de ruedas, el señor Hidalgo entró a la caballeriza para darle instrucciones.

—Delilah, ensilla por favor a Ifigenia —señaló una yegua de color casi dorado—, y a Margarito —se aproximó a un corcel, tomó del suelo un cepillo y comenzó a arrastrarlo sobre su cabellera—. Hoy vienen mis niñas, mis nietas. Y mis dos hijos. Viven a dos parcelas de aquí, pero me gustaría que me visitaran más a menudo —la joven levantó la silla para colocarla sobre el lomo de la primera yegua al tiempo que trataba de seguirle el paso a lo que decía el hombre—. Las niñas son súper hermosas, la más pequeña es muy ocurrente. Les encanta entrar en la jaula de los conejos. Esos roedores son tan grandes que parece que se han convertido en una nueva especie.

Cuando Delilah comenzó a ensillar a Margarito, una voz infantil vino desde el exterior.

—¡Abuelo, abuelo! ¿Dónde estás?

—¡Aquí estoy, Blanquita!

La niña corrió hacia el establo tan pronto como escuchó la voz de su abuelo.

La piel de la pequeña era color canela tostada, además lucía el cabello alborotado y oscuro, al igual que sus ojos. Tenía unos cinco años de edad y tanto sus piernas como brazos estaban más quemados por el sol que el resto de su cuerpo. Ya parecía una ironía que hubiesen elegido ese nombre para la criatura.

Llevaba un vestido con capas de diferentes colores, medias blancas y zapatillas de cuero. Pero lo que más sorprendió a Delilah era que su cabello estaba repleto de mariposas de papel, formando moñitos que parecían tener el objetivo de rizarle el cabello.

Tras la pequeña, entró otra, un poco más grande de edad y con cabellos rizados de color oro, los ojos tan verdes como los de su abuela.

—¡Rosita! —el señor también saludó a su nieta más grande—. Vengan a darme un abrazo las dos, tú y tu hermanita.

Él las esperó con los brazos abiertos y ambas se colgaron de su cuello como unos pequeños monitos. Blanca escaló sobre la silla de ruedas mientras que Rosa le rodeaba desde atrás.

Los siguientes en aparecer fueron los hijos del señor Hidalgo. Uno más joven, muy apuesto y extremadamente alto, con ojos azules. Se parecía muchísimo a su madre. El otro, un poco más parecido a su padre. Con el cabello oscuro, la tez pálida y contextura un poco más gruesa.

Ambos vestían en traje y sombrero de copa, a diferencia de su padre, que iba con ropa campestre y un sombrero de paja.

También estaba la esposa del hombre más adulto, que supuso Delilah que se trataba de la madre de las niñas. Era una mujer de cabello liso, aunque recogido, con un elegante vestido de verano y la piel negra con tonos rojizos. Era incluso más oscura que la de su hija Blanca, que era más similar a ella que su hermana mayor. Rosita parecía haber dado un salto atrás, luciendo bastante más como su abuela.

—Siempre en este lugar, papá —se quejó el hijo mayor—. ¿Por qué no das un paseo por Caracas con nosotros?

—Ah, nah, nah —refunfuñó el viejo—. ¿Para qué voy a ir a ese lugar tan horrendo, lleno de industrias y pretensiones europeas? Aquí se respira aire fresco, puedes comer fruta recién cosechada, dormir bajo las estrellas y despertar con el sonido de los gallos cantando.

—Eso suena aún más terrible —comentó el menor de los hombres, que en ese momento notó a Delilah—. ¿Aún no encuentras peones?

—No, no, pero hemos conseguido a esta chiquilla. Parece que es un poco torpe, pero está a prueba.

Ella no sabía exactamente si lo que habían dicho era malo o bueno, pero sabía que estaban mencionándola.

—Vamos dentro —dijo el hijo mayor al tiempo que empujaba la silla de su padre fuera del establo hasta el interior de la hacienda.

Sin saber bien qué hacer, Delilah los siguió, quedándose varios pasos atrás al caminar.

—¡Rosita, preciosa! —gritó la señora Hidalgo tras ver a su nieta entrar, corriendo para abrazarla—. ¡Estás preciosa y cada vez más grande! Te pareces a mí cuando tenía tu edad —luego, se volvió a ver a Blanca, que seguía sentada en las piernas de su abuelo—. Blanca, niña, ¿cómo estás?

Sin siquiera conocer muy bien a la familia, Delilah percibía que la abuela sentía predilección por su nieta más grande, mientras que el abuelo parecía más apegado a la pequeña Blanca.

—Bien, abuela —contestó la pequeña—, ¿puedo salir a jugar afuera? ¿Y montar a caballo?

—Sí, ve —le dijo el señor—, dile a la muchacha que te ayude a subirte.

—¡No te ensucies el vestido! —exclamó la señora Hidalgo.

La niña tomó la mano de Delilah, guiándola hacia el exterior.

—¿Me subirías al caballo, por favor? —cantó Blanca, señalando al corcel Margarito. La joven obedeció a la pequeña—. Por favor, no te burles de mis moños. Mamá los hace cada mañana. Dice que ha sido una maldición que tuviera su cabello liso y batallamos todos los días para hacerme el pelo crespo.

La muchacha, sin entender mucho de lo que hablaba la niña, la tomó de la cintura y la alzó hasta el caballo.

—¿Sabes hablar? —la interrogó la chiquita.

—Un poco —confesó Delilah, sintiéndose como un bebé, capaz de racionalizar y sentir emociones, pero incapaz de expresarlas de la mejor manera.

—No importa. ¿Quieres ser mi amiga?

En ese momento pensó en la pequeña Delilah, que aún vivía en alguna parte de su ser. Y en cuánto le hubiese gustado ser su amiga. Pensó en aquellos días en los que de un momento a otro pasabas a convertirte en el mejor amigo de alguien, incluso si acababas de conocerlo.

—Sí, gracias —respondió ante aquella propuesta.

—¿Me ayudas a montar? Mi hermana se cayó el mes pasado y desde entonces no quiere volver a su yegua Ifigenia. Dice que se rompería la nariz y se desfiguraría para siempre, incapaz de conseguir un esposo. No quiero que me pase lo mismo.




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