Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 56: Doña Aura

Tan pronto como dio una mordida, el contraste del pan dulce con el sabroso queso ligeramente salado, la hizo sonreír. Amaba aquella combinación. Era como gloria en su paladar.

—¿Y? ¿Te gusta, Delilah? —preguntó Blanca, curiosa.

—Me encanta —afirmó ella en voz alta, con una gran sonrisa.

—¿Vamos a la juguetería, abuelo?

—Bájense, yo las espero aquí —el abuelo comenzó a contar monedas y les entregó una a cada niña. Por último, también le dio una Delilah—. Compren lo que quieran.

Confusa, Delilah no había entendido por qué le entregaba dinero en sus manos.

—¡No! —se quejó, intentando devolverlo.

—No, no —él cerró el puño de Delilah alrededor de la moneda—. Ve a comprar algo bonito para ti.

—¿Por qué? —interrogó de nuevo ella, anonadada.

—Cómprate algo lindo, Delilah.

Pero ni siquiera la conocía. ¿Por qué la estaba tratando como si fuera otra de sus nietas?

—Gracias, señor.

Perpleja, aceptó la moneda y siguió a las pequeñas hasta aquella diminuta tienda repleta de niños y madres.

—¡Quiero ese gurrufio! —cantó Blanca—. ¡Y esa perinola!

—Para mí este yoyo y este trompo —Rosita colocó los juguetes sobre el mostrador, hablándole a la vendedora. Luego se giró para ver a Delilah—. Y tú, ¿qué quieres?

Estupefacta, ella observó a su alrededor. Había muñecas de trapo, como las que ella tejía, pero con vestidos mucho más lindos y rostros de todos los colores. Las había con cabellos rubios, rojizos, marrones o negro. También con dulces caritas negras, morenas o pálidas, tal cual como las personas que había conocido en ese país.

Descubrió soldados de madera, carritos, pelotas y todo tipo de instrumentos musicales: desde un arpa, una pequeña guitarra de cuatro cuerdas con los colores de la bandera venezolana pintados, hasta unas unas vistosas maracas.

No obstante, lo que cautivó la atención de la joven fue un carrousel de madera mecánico, que al darle cuerda giraba y emitía una melancólica música. Estaba pintado de amarillo, azul y rojo.

Finalmente, después de haber estado observándolo un breve instante, lo tomó y entregó la moneda a la señora del mostrador.

—¡Es precioso! —vociferó Blanca.

—Muy hermoso —estuvo de acuerdo su hermana.

Para sorpresa de todas, les sobró dinero, que la mujer les entregó de cambio.

Y con ello, las tres fueron de la mano a recorrer las tienditas de la calle, buscando algo más que comprar. Había desde canicas, hasta carteras de cuero o pulseras hechas a mano.

—¿Quieren probar? —les ofreció un vendedor de dulces en su puesto callejero—. Es gratis para ustedes.

Las tres giraron hacia el carruaje, buscando la aprobación del señor Hidalgo, que con la cabeza les indicó que siguieran adelante.

El vendedor les entregó un cuadrito dulce hecho de coco a cada una.

—Hmmm —dijeron las tres al comerlo.

—¡Es maravilloso! —cantó Blanca—. Pero sigo prefiriendo los mangos y guayabas de la hacienda de mi abuelo.

—Oh, nada se compara con los mangos y guayabas de la finca de tu abuelo —estuvo de acuerdo el hombre.

—¡Y son también gratis! Pero ilimitadas —le explicó la pequeña.

—Bueno —el señor propuso—, déjame hacer un trato contigo. Siempre que pases por aquí, te regalaré una conserva de coco. Verás como sí son ilimitadas.

—Sííí —se emocionó la pequeña, dando brinquitos se emoción.

—No seas grosera, Blanca. Vas a hacer perder dinero al señor —la reprendió Rosita.

—¡Pero él dijo que es gratis!

El sujeto soltó una risita amable.

—Muchas gracias por las conservas, señor —soltó la hermana mayor antes de que las tres continuaran caminando.

Había niños corriendo en las calles descalzos, jugando a las canicas o haciendo carreras. Incluso, jugaban con las niñas, a quienes las madres gritaban desde el interior de sus casas abiertas que no se ensuciaran.

Cada persona con la que se cruzaban, les regalaban una sonrisa. A veces hasta se detenían a decirles algún elogio sobre su cabello, o un comentario jocoso a la pequeña Blanca por sus mariposas de papel en la cabeza.

La sencillez de este pueblo cálido, más las sensaciones de la comida que había probado y la gratitud que sentía debido a que el señor Hidalgo le había obsequiado todo como si fuera otra de sus nietas, hicieron sentir a Delilah tan feliz que decidió que aquel era uno de los mejores días de su vida.

La imagen de las hermosas casitas, las calles repletas de gente amable y sencilla, y las preciosas tiendas, jamás se iría de su cabeza. Se sentía como dentro de un cuento de hadas, uno más simple. Uno en el que la vida era andar sin zapatos por el suelo de arena y comer frutas recién cosechadas. Supo en ese instante que quería regresar mil veces a aquel pueblito. Se sentía como una niña de nuevo, como la niña que no quería dejar ir de su interior. Y casi se puso a llorar de la emoción.

También pensó en cuánto le hubiese gustado tener una familia como esa o al menos un abuelo como el señor Hidalgo.

Al final de la tarde las pequeñas volvieron a la hacienda con juguetes nuevos. Además, con el dinero restante Blanca había decidido comprar una pulserita de cuero; Rosita, una cartera del mismo material, y Delilah decidió guardar su cambio para el día en el que planeaba regresar al pueblo.

*****

—Delilah, pon la mesa, ¡rápido! Doña Aura está por llegar —la presionó la señora Hidalgo.

Durante toda la semana, habían estado esperando a esa importante invitada. Decían que era la primera terapeuta física del país, enfermera y directora de uno de los más importantes hospitales de Caracas.

Les había prometido a sus patrones que el señor Hidalgo volvería a caminar en menos de un año, pese al diagnóstico del doctor, que decía que jamás lograría hacerlo.

Durante esos días, Delilah se empezó a acostumbrar a la rutina. En la mañana, muy temprano, servir el desayuno a los señores y alimentar a los animales. Luego, limpiar la casa.




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