Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 57: La ciudad de los techos rojos

La sesión de masajes y rehabilitación al señor Hidalgo duró más de dos horas. Delilah asistió a Doña Aura, ayudándole a subir al hombre a su cama, a sentarlo o devolverlo a su silla.

La mujer mantenía una concentración inquebrantable al realizar la terapia y apretaba los labios, ejerciendo una notable fuerza y técnica en cada movimiento. Todo parecía metódicamente calculado, nada aleatorio.

Al finalizar, los tres bebieron una taza de café.

—La realidad es que si queremos avanzar más rápido con la terapia, el señor debería venir a mi casa —dispuso Aura—. Tengo instalación eléctrica, lo cual me permitirá tratarlo con luz roja y electroterapia. Eso acelerará los resultados, como lo ha hecho con mis otros pacientes.

Los dos esposos se vieron las caras, pensando en si aquel innovador tratamiento que parecía sacado del futuro, sería buena idea. No obstante, los testimonios de sus anteriores pacientes, confirmaban su efectividad y seguridad.

—Confiamos en ti, Aura.

La señora de pronto posó los ojos de forma contundente en Delilah, que en ese momento les entregaba leche y azúcar. Era como si le atravesara el alma con la mirada. Tenía una forma de ver dura y seria.

—Me ayudaste mucho hoy, niña —la felicitó antes de hacer un gesto negando la leche y azúcar que le ofrecía—. No, gracias. Me gusta el café negro y amargo —bebió un sorbo con un pequeño ruidito e hizo un leve sonido de placer al saborearlo—. Estoy necesitando a una joven para mi equipo de enfermeras en el hospital y me preguntaba si querías capacitarte.

Sus jefes se enderezaron en sus sillas para luego reposar la mirada sobre la muchacha.

—Dice que quiere que seas enfermera, Delilah —le explicó el señor Hidalgo, sabiendo que era posible que ella no hubiese entendido la frase completa, lo cual era cierto.

Los ojos de Delilah brillaron.

—Oh, eso no es posible —se opuso la esposa—. Delilah trabaja a tiempo completo para nosotros y apenas le queda tiempo. Ni siquiera ha terminado de adaptarse al empleo.

—Sí, quiero —respondió Delilah velozmente, asintiendo con emoción.

—Sólo la requiero en las mañanas, en la tarde puede seguir con sus labores —insistió Doña Aura.

—No sería justo para nosotros pagarle un suelo y darle un techo bajo esas condiciones —se quejó nuevamente la señora Hidalgo.

—Bueno —el esposo refutó—, parece que ella quiere —agitó su café—. Podemos ayudarle unos meses, dejándola que trabaje la mitad del tiempo. Si después ella decide seguir en la profesión de enfermera, podrá ganarse su sueldo y pagarnos alquiler. Si es que quiere quedarse en Santa Rita, claro está.

La esposa abrió los ojos ampliamente al mirar a su marido.

—Jorge, eso no me parece…

—Por favor, señora, por favor —Delilah juntó sus manos, suplicando.

Doña Librada posó la mirada en la muchacha, luego en su marido, exasperada, para terminar viendo a Aura.

—Lo hago por ti, Aura —accedió a regañadientes—. Sólo porque sé que nos estás cobrando muchísimas veces menos de lo que valen tus tratamientos en realidad. Pero te advierto, te llevas a una niña muy torpe.

Doña Aura sonrió ligeramente antes de beber otro trago de su taza caliente.

—Vendré por ti mañana, Adelaida, para mostrarte el camino. Después tendrás que ir tú sola al hospital cada día.

Tan pronto como la invitada terminó su café, salió por la puerta hacia su carruaje.

Fue en ese momento que Delilah se dio cuenta de que la dama conducía por su propia cuenta un vehículo con motor. Su boca se abrió lentamente por el asombro.

¿Acaso aquello no estaba reservado para los hombres?


*****

A las cinco de la mañana, Delilah terminó de preparar las arepas de cada mañana. Cortó aguacate, queso y preparó huevos revueltos para acompañarlas.

También dejó el café servido, junto a la leche, bizcochuelos y azúcar.

Acto seguido, corrió hacia el exterior, alzó un saco de maíz sobre sus hombros y comenzó a alimentar a las gallinas. Luego, utilizó las verduras para dar de comer a los conejos y sirvió agua fresca y pasto a los caballos y vacas.

Cuando la luz del amanecer comenzaba a asomarse desde la parte de atrás de las montañas, ya estaba lista, bañada y vestida, esperando en la puerta con su maletín en mano el automóvil de Doña Aura.

La mujer llegó sumamente puntual y el ruido de su vehículo interrumpió el cantar de los gallos. Esta vez Aura sí llevaba una falda blanca por debajo de sus rodillas, que hacía juego con su uniforme de enfermera. Zapatillas de tacón, pantimedias, una camisa de muchísimos botones y una cofia. Todo del color de la nieve, perfectamente planchado.

Con el corazón palpitando muy rápido, Delilah corrió para subirse al vehículo. Era la primera vez que estaría en un carruaje con motor. La primera vez que visitaría la tan mencionada ciudad de Caracas, de la que tanto había oído hablar desde que estaba en el barco.

Su sonrisa de oreja a oreja demostraba cuán feliz se encontraba al subir a la máquina.

Tan pronto como se puso en marcha, soltó un chillido de miedo y alegría. El viento comenzó a revolver su cabello mientras el automóvil tomaba velocidad.

El viaje duró al menos una hora, a una velocidad prudente entre calles de arena y entradas a enormes haciendas. Lo único que decía la señora Aura eran indicaciones claras sobre cómo llegar, explicándole que debía aprenderse el camino para poder regresar por su cuenta.

Más tarde, los famosos "techos rojos" de Caracas empezaron a asomarse al ingresar a la ciudad.

Pese a que siempre le habían descrito a Delilah esta como una "gran ciudad", al verla se dio cuenta de que lucía más como un pueblo calmado y hermoso, con preciosas casas y edificaciones de una planta, casi todas de tejas rojas. Y que de "grande" no tenía mucho. Más bien era una ciudad bastante pequeña. Además, estaba rodeada por vegetación y montañas en cada sitio que miraras.




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