Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 58: El trato

—Bien, entonces… —la mujer abrió aquella puerta, invitándola a entrar a una oficina.

Lo que no se esperaban era que un hombre de traje estuviese en el interior del lugar, esperando a Doña Aura.

Sin siquiera saludarla, el sujeto se aproximó con pasos pesados y veloces hacia la dama.

—¿Quién le dio permiso de tratar a paciente?

Aura largó una risa irónica desde su garganta.

—El único que puede darme permiso. Su paciente.

—¿Se ha propuesto contradecirme y desprestigiarme en todo lo que hago? Ese hombre no volverá a caminar, es imposible.

—En primer lugar, doctor, poco me importa su carrera. En segundo lugar, ese hombre volverá a caminar. He visto sus radiografías, las probabilidades son altas…

—De nuevo hablando de esa brujería moderna sin pruebas o estudios —se enfureció el doctor—. No hay evidencia de que sus terapias de electricidad, luces y calor sirvan para algo. ¡Son patrañas que usted hace para engañar a los pacientes! Ni siquiera ha investigado los efectos secundarios o daños que podrían ocasionar sus sortilegios baratos.

—No sea ignorante, doctor. Tengo muchos años de carrera en investigación en el área de rehabilitación física como para saber que ninguno de mis métodos tiene efectos perjudiciales en la salud de mis pacientes. Por el contrario, he rehabilitado con éxito a decenas de personas que habían tenido un diagnóstico inicial desfavorable. No es brujería, es ciencia. Es medicina.

—Usted no es médico.

—No lo he sido porque no se me permitió entrar a la profesión por ser mujer. No obstante, tengo cuatro carreras universitarias relacionadas con la salud. He estudiado durante más de veinticinco años para poder siquiera estar cerca del mundo de la medicina y hacer lo que amo. Veinticinco años en los que también he trabajado arduamente para ser reconocida por lo que hago. Lo que a usted, evidentemente, le ha costado la mitad del tiempo que a mí por ser hombre. Así que no le permito menospreciar mis conocimientos.

Doña Aura señaló hacia una pared, donde había al menos cuatro títulos universitarios enmarcados y colgados: Licenciada en enfermería, bioanálisis, genética y terapeuta en rehabilitación física. También tenía una maestría en Gestión y Políticas de Salud y decenas de cursos avanzados sobre tecnología, anestesia, auxiliar de cirugía, entre otros, realizados en diferentes países. Asimismo, muchísimos reconocimientos y medallas por investigaciones y rehabilitaciones realizadas.

—Usted podrá ser médico, pero no puede quitarme esa trayectoria que me costó tanto sacrificio —continuó ella—. Le propongo una cosa, doctor. Si no puedo rehabilitar al señor Hidalgo y hacerlo caminar en menos de un año, renunciaré a todos mis cargos en el hospital y le daré la razón. En cambio, si logro que ese hombre vuelva a caminar en ese tiempo, desde mi posición de administradora de este centro de salud, le pediré amablemente que renuncie a su puesto por falta de conocimientos y diagnósticos erróneos. Supongo que si está tan seguro de que está en lo correcto, no tendrá reparos en aceptar el trato.

Después de un largo silencio en el que el doctor únicamente la veía con furia, dio un paso adelante y extendió su mano hacia Aura.

—Es un trato.
 

*****

—Jovencitas, ella es Delilah —comentó la señora Aura a su grupo de enfermeras—, a partir de ahora se formará con nosotras.

Delilah ya se había cambiado el vestido, colocándose el uniforme de enfermera. Las muchachas en la sala de emergencia dejaron sus actividades para observarla con curiosidad.

—¿Qué tengo que hacer, Doña Aura? —murmuró la joven.

—Estarás a cargo de los últimos tres pacientes de esta fila —le indicó la mujer, señalando las camas—. Limpiarlos, cambiar sus sábanas, administrarles los medicamentos que te indique el doctor, ayudarlos a moverse e ir al baño, revisar su temperatura y signos vitales y servirles los alimentos —le entregó una carpeta—, éste es tu registro.

—Gracias, Doña Aura —estuvo de acuerdo ella antes de aproximarse despacio hacia los pacientes asignados.

—¿De dónde vienes, nueva? —le habló otra de las enfermeras.

—Oh, de la Hacienda Santa Rita —contestó Delilah mientras intentaba leer la ficha de cada paciente.

—¿Dónde queda eso? —cuestionó otra de las aprendices.

—Afueras de Caracas.

—Pero, tu acento, ¿de dónde es? ¿Hablas español?

—Un poco —admitió Delilah con humildad—. Norte del Reino de Italia.

—Ohh —canturreó otra de sus compañeras—. Así que eres italiana, novata. ¿Has venido huyendo de la guerra?

—Eh, bueno…

—¿Tienes esposo, Adelaida?

—Sí, tengo.

—¿Ha venido contigo? ¿En dónde está?

—No, irse a la guerra.

Las jóvenes se miraron con los ojos bien abiertos, como juzgándola con un disimulado ademán de desaprobación.

—¿Trabajaste como enfermera antes?

—Voluntaria en hospital de cólera —explicó ella, todavía tratando de entender qué decían las fichas de los pacientes. No obstante, su español no era tan avanzado como para comprender términos médicos o caligrafías complejas.

—Soy Enriqueta —se presentó una de las cuatro practicantes. Llevaba anteojos, cabello castaño corto y piel color maní tostado.

—Yo Inés —aseveró la siguiente, rubia con rizos bien peinados y ojos claros.

—Me llamó Gregoria —la tercera estrechó la mano de Delilah. Era excesivamente alta, delgada y de tez chocolate.

—Socorro —dijo la última, pelirroja y con múltiples pecas manchando sus mejillas sonrosadas.

—¿Qué te pasó? —preguntó Delilah en un susurro, genuinamente preocupada por la muchacha de cabellera naranja rojiza.

—¿Por qué lo dices?

—¿Por qué pides ayuda? —explicó la novata al tiempo que las cuatro enfermeras se miraban las caras con confusión—. Socorro significa auxilio.

En ese instante, las carcajadas de las cuatro resonaron tan alto que todos en la sala se giraron para verlas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.