Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 59: Don Boticario

El médico la miró con extrañeza.

—A un señor llamado boticario, no. Pero si lo que buscas es al boticario de la botica, ve a aquella puerta —le señaló.

—Gracias, doctor.

—Siempre a su orden.

Delilah empujó la puerta, ingresando a una habitación repleta de medicamentos.

—¿Usted es Don Boticario? —preguntó al sujeto tras el mostrador.

El hombre empezó a reír de forma burlona y ruidosa. Las orejas de Delilah enrojecían cada vez más. Sentía que todos se burlaban de ella, pero no de buena manera.

—Ése soy yo.

—Necesito aspirina, por favor.

—Aquí tiene, Doña Enfermera —el individuo le entregó una pequeña botella de cápsulas blancas.

Ella se mostró totalmente confusa justo antes de marcharse nuevamente a la sala de emergencias a través del pasillo.

—¡Señorita, señorita! —le llamó la atención alguien del personal del hospital—. No debe correr aquí, esto es un hospital.

El sobresalto que sintió debido a aquella llamada de atención, la hizo trastabillar y caer hacia delante sobre sus rodillas. Tampoco estaba acostumbrada a usar las zapatillas incómodas de tacón de su uniforme de enfermera, por lo que perdió el equilibrio.

El bote de aspirinas se hizo pedazos contra el suelo y las píldoras volaron, esparciéndose por todo el lugar.

—Lo siento mucho, muchos perdones —se disculpó, recogiendo cada uno de los trozos de cristal y las pastillas del suelo.

Logró recolectar la mayoría de las píldoras y cristales en su delantal y siguió caminando con algo de prisa hacia la sala de urgencias.

Cuando regresó, su paciente se encontraba sollozando con fuerza debido al dolor.

De inmediato, sirvió un vaso de agua y la ayudó a tragar una de las píldoras. Después, desechó los cristales rotos y consiguió un envase para colocar el resto de las cápsulas.

Fue en ese momento que se percató de que había ligeros cortes en sus dedos, de los cuales brotaba un poco de sangre. Se limpió con su delantal.

—¡Enfermera! —la llamó la madre del paciente de tres años. El bebé también chillaba de forma histérica—. ¡Creo que está subiendo su fiebre! ¡Se siente muy caliente!

Ella colocó las manos sobre la frente del infante, sólo para descubrir que estaba ardiendo.

¡Santo cielo!

Posteriormente, al tocar el pulso de la criatura, parecía acelerado.

Sin saber a quién acudir, buscó en la habitación con la mirada a la señora Aura. Pero al no hallarla, se giró para avisarle a Enriqueta.

—¡El bebé tiene fiebre!

La joven enfermera dejó lo que estaba haciendo para colocarle un termómetro bajo el brazo al pequeño. Pasado un breve instante, el mismo marcaba cuarenta grados.

Enriqueta corrió fuera de la sala, en busca de la señora Aura. Delilah la siguió a toda prisa hasta la oficina de la mujer. Sin siquiera tocar la puerta, entró.

—¡El pequeño de la cama catorce está ardiendo de fiebre!

La señora Aura contempló a ambas con una ceja alzada antes de levantarse de su escritorio y apresurarse a la sala de emergencias.

—Delilah, ¿cuántos grados de temperatura tenía la última vez que lo revisaste? —le consultó mientras trotaban por el pasillo.

—Hmm, treinta y siete. Lo normal.

—¿A qué hora fue su última medición?

—No lo recuerdo, dos o tres horas atrás.

—¿Había aumentado su temperatura desde su anterior medición?

—Yo… no lo recuerdo.

—¿Lo anotaste en el registro?

Las manos de Delilah comenzaron a sudar.

—No… no sabía que debía.

—¿Y para qué creíste que era el registro, Delilah? —protestó la mujer con voz estricta al tiempo que atravesaba las camas de los pacientes para llegar a la catorce—. ¿Revisaste su pulso?

—Sí, era normal.

—¿Qué significa normal? —preguntó Doña Aura de forma austera—. ¿Cuántos latidos por minuto?

Delilah cerró los ojos, colocándose las manos sobre la frente al darse cuenta de que ni siquiera había contado aquel dato.

Siempre había hecho una medición basada en lo que ella sentía que era "normal", "rápido" o "lento".

Aura le quitó de las manos el registro del paciente antes de revisar sus hojas.

—Delilah, hace tres horas debía ingerir el jarabe para la fiebre, ¿se lo diste?

La joven parpadeó, ahora con ganas de llorar. Bajó su mirada al suelo.

—Perdón, no podía entender los datos de su ficha —musitó con pesadumbre.

—Tendremos que ponerlo vía intravenosa para que actúe más rápido —dijo Aura—, Rápido, Enriqueta, pásame ese frasco y una jeringa. Delilah, toma esas compresas de allá y humedécelas en agua. Necesitamos bajar la fiebre de inmediato.

Las dos jóvenes obedecieron y en poco tiempo el pequeño estaba recibiendo su medicina directamente por vía sanguínea. Entretanto, Delilah colocaba las compresas sobre la frente y cuerpo del infante al tiempo que pronunciaba rezos y oraciones silenciosamente en su cabeza, pidiendo a Dios que le bajara la temperatura.

A cada momento, volvía a ponerle el termómetro, esta vez anotando cada medición. En menos de media hora, la fiebre había desaparecido por completo.

Al mediodía, cuando terminó su jornada, Doña Aura la citó en su despacho.

—Toma, éste es tu pago de hoy —le entregó algunas monedas—. Te alcanza para pagar a un cochero que te lleve a casa y te sobra algo para ti.

—Muchas gracias, señora.

—Has cometido errores hoy.

—Perdón —Delilah agachó la mirada con vergüenza—. No volverá a pasar.

—No, no volverá a pasar —aseveró la mujer, poniéndose de pie y apoyando las palmas sobre su escritorio—. Todos cometemos errores, sólo que en medicina un error puede costarle la vida a alguien. Por eso tratamos de nunca cometerlos. Sé que el objetivo era entrenarte, pero la realidad es que no estoy segura de que éste sea tu lugar. Eres distraída, torpe y aún te cuesta el idioma. Me enteré de que te paseaste corriendo por los pasillos, rompiste una botella de aspirinas y dejaste pequeños trozos de cristal en el suelo, con los cuales cualquier paciente podría haberse cortado.




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