Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 60: Vivos y muertos

—Ah, una nueva pupila de Aura —gruñó la bibliotecaria al percatarse de que Delilah iba vestida con su uniforme de enfermera y llevaría un gran libro de anatomía y un diccionario de español—. ¿Acaso no tienen oficio en su casa? Quieren figurar en todas partes como si fueran hombres. Se creen médicos, pero no lo son ni lo serán nunca. ¡Un buen esposo deberían conseguir, para que se les quiten esas ideas de la cabeza! —la mujer le entregó la ficha para el siguiente libro, una novela de romance que Delilah había elegido para distraer su mente—. Mira nada más, si hasta parece que de vez en cuando recuerdan que son mujeres.

Como Delilah no entendía gran parte de los comentarios de la bibliotecaria, no le afectaron. Cogió sus tres libros, los guardó en su maletín y salió a la calle, donde los pequeños vendedores de pan y periódicos comenzaron a acosarla para que les comprara algo. Sin saber cómo, terminó con tres trozo de pan en la mano y un diario.

Finalmente, pidió a un cochero llevarla de vuelta a la hacienda a cambio de dinero y trató de recordar cada una de las palabras que le había dicho Aura para indicarle el camino de regreso.

De alguna manera inexplicable, el cochero logró averiguar dónde se alojaba.

—Rique-rique rique-rán, los maderos de San Juán —se escuchaba la voz de las nietas del señor Hidalgo timbrando en el patio cuando Delilah se abrió paso a través del portón de hierro.

Las niñas chocaban sus palmas mientras el abuelo las vigilaba desde su silla de ruedas.

—Ah, ¡aquí estás! —corrió Blanca hacia ella, agarrándola de un brazo y tirando de éste—. Necesitamos a alguien más para jugar.

—Hola, señor Hidalgo —saludó Delilah al hombre de forma respetuosa.

—¿Cómo te fue, muchacha?

—Ah, un poco —contestó ella, mientras trataba de seguir el juego de palmas de las dos pequeñas con una mano y sostener su maletín con su otro brazo.

—¿Un poco qué? Supongo que quieres decir más o menos.

—Sí, más o menos —adivinó Delilah—. Soy muy torpe.

—Bueno, lo mejor en estos casos es aceptar tu torpeza. Si lo aceptas, empezarás a andar con cuidado a cada paso que des. Es importante saber tus debilidades para mantenerlas a raya —el hombre se quitó su sombrero de paja y le llamó con un movimiento de cabeza—. Te hace falta uno de estos —cuando Delilah se agachó, le quitó la cofia y le colocó el sombrero en la cabeza—. El sol te está volviendo trigueñita.

—¿Para mí?

—Sí, te lo regalo.

—Gracias, señor, es muy bonito. Muchas gracias.

—¡Delilah! —le gritó la señora Librada desde la ventana de la cocina—. ¡El oficio espera! ¡Apúrate! ¡Hay mucho qué hacer!

Fue en ese momento cuando ella comprendió lo de "¿Acaso no tienen oficio en su casa?".

Y ahí sí que se sintió ofendida.

¿La bibliotecaria quería decir que las mujeres sólo debían hacer deberes en la casa?

Con un ligero mohín de disgusto al recordar el comentario, corrió dentro, se cambió el unirme, se colocó las botas, el sombrero y su viejo vestido, y empezó a realizar cada una de sus tareas pendientes sin descanso.

En la noche, luego de haber finalizado todo, se tumbó en la hamaca del jardín exterior, a la luz de la luna y con una lámpara en mano para leer sus libros.


*****

—Ayer me compraste, ¿por qué hoy no? —le suplicó un niño a Delilah a la entrada del hospital.

—No tengo hambre, ni dinero.

—En la tarde te pagan y tendrás dinero, ¿verdad?

Ella sonrió por compromiso y entró con prisa al centro médico. Ya era algo tarde.

—Un cuarto de hora tarde —le reclamó Aura al verla entrar mientras andaba de aquí para allá—. Deberías comprarte un reloj.

—Perdón, los niños fuera no dejarme en paz.

La mujer revisó su libreta.

—Hoy te asignaré habitaciones. La ocho, la treinta y dos y la sesenta y tres.

Delilah abrió ampliamente los ojos al darse cuenta de que tendría que recorrer todo el hospital para llegar a cada una.

Aura se encogió de hombros.

—Es lo que toca.

Aquel día fue algo más tranquilo. Delilah estaba atendiendo a un niño con asma de catorce años y sus ataques parecían bastante controlados. Los otros dos eran hombres con gripe, que también parecían tener buena condición física. A ambos se les daría de alta ese día.

Delilah pensó que posiblemente sus cuartos estaban tan alejados el uno del otro porque la mujer los había seleccionado estratégicamente según su condición de salud.

De cierta forma, no confiaba en ella.

No obstante, aquel día hizo su mayor esfuerzo. Subió y bajó escaleras tantas veces como fue necesario, documentó cada síntoma, temperatura y signos vitales de los pacientes. Buscó las medicinas en donde Don Boticario y se las administró a la hora precisa.

También los alimentó, limpió sus habitaciones, hizo sus camas y permaneció vigilándolos con gran atención.

—¿Gustarte historias de terror? —preguntó Delilah al niño asmático mientras le entregaba las píldoras junto a una taza de agua.

Él se rió de su torpe forma de hablar.

—Sí, encantarme —se burló él, imitando su gramática.

—Bueno. ¿Sabes dónde ocurren las historias más terribles? —el niño negó con la cabeza—. En los hospitales.

—No me digas… —el joven intentó hacerse el valiente—. Sé que intentas asustarme y no podrás.

—¿No escuchas ruidos cerca de la puerta de noche?

El niño permaneció pensativo, petrificado por un momento, como si acabara de recordar algo.

—Lo normal —admitió—. Hay muchos pacientes y enfermeras.

—Sí, vivos y muertos —le aseguró Delilah—. Cuando todo estar oscuro, sin luz de velas o lámparas, niñas pequeñas lloran y lloran. ¿Las oíste? No pienses en salir a esa hora, verás algo que nunca irse de tu memoria.

—La, la, la —él cubrió sus oídos con sus manos—. No me asustas, estúpida enfermera.

—Pacientes y enfermeras morir aquí. ¿Cómo sabes que la enfermera que vino a verte en la noche estar viva? —hizo una pausa dramática—. ¿Yo estoy viva?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.