Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 61: La Esquina de las Gradillas

Delante del tranvía iban dos vehículos de motor conduciendo uno junto al otro, con techo abierto. Dos grupos de jóvenes se gritaban los unos a los otros desde cada coche, vistiendo tremendamente elegantes y con sombreros finos y guantes. Los hombres en la fila del frente, las mujeres detrás. Risueños y coquetos.

También pasaron delante de un mercado popular, atestado de compradores y mercaderes.

Luego, las calles asfaltadas y casas empezaban a volverse cada vez más opulentas y elegantes. Los comercios tenían un estilo de gran ciudad europea, los transeúntes cada vez iban mejor vestidos.

Había una gran cantidad de tiendas de vestimenta importada y lindas cafeterías.

Tan pronto como las cinco muchachas descendieron del tranvía, llamaron la atención de todos los hombres, que comenzaron a decirles piropos románticos, los cuáles ellas recibían sonrojándose u ocultando una sonrisilla coqueta bajo su mano.

—Si quieres conseguir un marido, éste es el sitio perfecto, Delilah. Aprende eso.

—Pero estoy casada.

—Ah, es cierto —se decepcionó Inés.

Las cinco entrelazaron sus brazos al caminar para no separarse entre la gran cantidad de personas.

—¡Fotografías, fotografías! —gritaba un señor delante de una cámara de madera con fuelle.

—Mira, ¡vamos a tomarnos una foto! —propuso Gregoria alegremente.

Las muchachas posaron en fila delante del fotógrafo justo antes de que éste escondiera su cabeza detrás de la tela negra y disparara la fotografía.

A cambio, ellas le entregaron un par de monedas.

—Ese sombrero que llevas es horrible —le comentó Enriqueta a Delilah—. No estamos en el campo, necesitas llevar un cloche o un canotier.

—¿No quieres comprarte uno? —propuso Socorro, señalando a una tienda—. ¡Mira qué hermosos modelos!

Las cuatro mujeres la empujaron al interior de la sastrería francesa.

—¿Lo quieres, Delilah? ¿Traes dinero?

Ella les mostró sus monedas.

—Es suficiente, ¿verdad?

—Lo es.

—Si ponemos un poco más, podremos comprarle ese vestido parisino de allí y aquellos lindos zapatos —Inés dio la idea, comenzando a contar sus monedas.

—Necesitas vestirte mejor si quieres llamar la atención y andar junto a nosotras, querida —le exigió Enriqueta.

—Pero no querer llamar la atención —protestó Delilah, desorientada.

—Señora, ¿me bajaría ese vestido del maniquí? Ella quiere probárselo —le pidió Socorro a la empleada.

—No es verdad. No querer probármelo. Estoy bien así.

—Por favor, ¡¿qué vas a saber tú lo que quieres?! —dijo Enriqueta antes de agarrar las botas del mostrador—. Pruébate esto.

Entre todas terminaron empujándola hacia la parte de atrás de la tienda para que se probara la prenda. La costurera le ayudó a cambiarse e incluso tomó unas puntadas en la cintura del vestido, para que se ajustara más a su figura.

—Ahora sí pareces una muchacha decente y de buena familia —comentó Gregoria al verla con la indumentaria—. Se lo llevará puesto, señora, gracias.

—¡Pero no poder pagarlo, claro que no! —se quejaba Delilah, tratando de desabrochar los botones.

—¡Nos puedes pagar después, Delilah! ¡No te preocupes! —Socorro le agarró las manos, deteniéndola.

—Oh mi Dios, ¡falta algo! —Inés acababa de ver una hermosa sombrilla—. ¡Llevémosla!

Aquel accesorio ensalzó el atuendo de una manera majestuosa, dándole un aire de joven caraqueña de la alta sociedad.

Cuando salió de la sastrería, Delilah se sintió desfilando en una pasarela de modas al caminar por las calles junto a sus compañeras.

Las mujeres citadinas les lanzaban algunas miradas de envidia, mientras que los hombres se quedaban embobados al verlas pasar.

En la plaza, se estaba llevando a cabo una competencia de bordado para damas. Ellas estaban sentadas alrededor de una estatua, tejiendo al tiempo que charlaban sobre chismes locales o las noticias de los diarios, sin caer demasiado en política o temas controversiales.

Finalmente, las cinco pidieron una mesa en una cafetería moderna y se sentaron a charlar durante un buen rato entre tazas de té, bizcochuelos y aroma a caramelo.

Al fondo, sobre un escenario, un hombre tocaba una sublime melodía en su arpa.

—¡Por fin podemos salir sin la vigilancia de nuestros padres! Regresaremos a casa a la hora de siempre, sin que nadie se entere de que estuvimos fuera —planeó Gregoria antes de dar un sorbo a su taza.

—De todas formas, debo irme temprano. Tengo muchos libros de medicina que leer —respondió Enriqueta.

—No seas aburrida —protestó Inés antes de volverse a Delilah—. ¿Y tú? ¿Te quedarás con nosotras toda la tarde?

—No puedo, tener otro trabajo. Perdón —contestó Delilah, apurando la bebida caliente en su garganta para poder marcharse rápido.

—Sin prisas, Adelaida —Socorro apretó su mano suavemente, como tratando de evitar que se levantara de la mesa—. ¿Vieron quién estaba en la ventana cuando pasamos por su casa?

—¿Quién? —dijeron las tres al unísono en tono de sorpresa e intriga.

—Margarita.

—¿Pero ella no estaba comprometida?

Socorro ocultó una sonrisita pícara tras su taza de té, encogiéndose de hombros.

—¡No puede ser! —exclamó Gregoria en voz baja—. ¿Rompió su compromiso de seis años?

—Aparentemente.

—¿Por qué ellas estar siempre asomadas a las ventanas? —cuestionó Delilah, al recordar que en el camino había visto a numerosas muchachas reclinadas sobre el alféizar de las ventanas de sus mansiones, como si esperaran algo o alguien.

Ellas apoyaban sus mejillas en su palma y su peso en sus codos, luciendo aburridas al observar la calle.

—Las mujeres solteras nos sentamos en las ventanas durante horas, Delilah. Con la esperanza de que algún apuesto caballero pase, nos mire y quiera casarse con nosotras. ¿Lo entiendes?

—¿Es como venderse en vitrina?

Las cuatro hicieron rodar sus ojos.

—No digas esas cosas, Delilah. ¿Cómo vamos a encontrar el amor si no salimos de casa? De alguna forma tienen que vernos, ¿verdad? Nada de vender.




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