Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 62: El peso de la conciencia

—¿Cómo está? —balbuceó Delilah.

—Por suerte logramos estabilizarlo. Prácticamente no podía respirar —respondió Aura.

—Gracias a Dios —la joven suspiró de alivio, poniéndose una mano sobre el corazón—. Es mi culpa —aceptó, cerrando los ojos y apretando los labios—. Yo querer distraerlo, me dijo que le gustaba, pensé que…

—¡No pienses, Delilah! ¡No pienses! Si el ataque se hubiese dado sin nuestra supervisión, ¿qué habría pasado? ¡El niño podría haber muerto asfixiado! No estás aquí para distraer a nadie, ni para hacer amigos. ¡Estás para hacer tu trabajo, que es salvar vidas, no ponerlas en riesgo! Paso el día entero metida en este hospital, aquí está mi vida. Me tomo muy en serio a cada uno de mis pacientes y no permitiré que una niña sin cerebro los ponga en peligro por su actitud irresponsable.

En este punto, lágrimas brotaban de los ojos de Delilah, sabiendo que la mujer tenía razón.

—Yo no servir como enfermera —aceptó con la voz quebrada—. Tiene razón. Perdón, prometo que me iré.

Cuando se estaba quitando la cofia del uniforme para devolverla, alguien más llamó a la puerta.

Se trataba de Socorro, quien por alguna razón se encontraba sollozando con fuerza.

—Ya me hablaron del incidente, Socorro. ¿De verdad? —la enfrentó Aura—. ¿Quieres ser una enfermera y te desmayas durante una cirugía?

—¡El doctor me dijo que abriera la piel del paciente!

—¡Es tu trabajo seguir sus órdenes! ¡Gracias a Dios no te desmayaste en un momento delicado de la operación o en ausencia del doctor! ¡Podrías haber puesto en peligro al paciente!

En ese momento Delilah sintió una especie de alivio al saber que no era la única que cometía errores.

—No entiendo por qué debemos hacer esas cosas —se quejó Socorro—. ¡Quiero ser enfermera, no médico! Que usted sea una enfermera frustrada porque no pudo ser médico, no quiere decir que deba obligarnos a nosotras a cumplir con labores que no nos corresponden.

Aura golpeó la mesa con la palma de su mano.

—¡Tus deberes y los de mis pupilas los decido yo! Si no te gusta, ahí está la puerta, eres libre de abandonar este hospital para siempre. No me importa si crees o no que estás haciendo labores que no te corresponden, la misión de una enfermera es la misma que la de un médico, salvar vidas. Y tú deber es cumplir las órdenes del doctor —enfurecida y llorando, Socorro se marchó de la oficina a toda prisa. La mujer se giró para ver a Delilah—. En cuanto a ti, recoge tu cofia. Un error más como este y también estarás fuera del hospital.

Con las manos temblorosas, ella agarró su cofia y la colocó sobre su cabeza antes de retirarse en completo silencio.

*****

Después de más de tres meses de espera, la carta que estaba aguardando llegó a sus manos.

Caterina Francomagaro finalmente le había respondido.

Aquel sobre le daba esperanzas. Tendría noticias de Giacomo, de que seguía con vida, de cómo avanzaba la guerra.

Con sus tiritantes dedos, sentada sobre su cama, abrió la solapa del sobre y extrajo un hermoso papel con aroma a rosas.

Querida Delilah,

Pensé que era mi deber responder a tu carta, siendo que mi hermano no puede hacerlo.

Tuvimos noticias de que Giacomo fue abatido en el puerto de Génova. Fue capturado intentando huir a América y fue fusilado por desertor de guerra momentos después de su captura.

Espero que estés consciente de que tú lo empujaste a esa decisión.

Mi hermano dejó nuestro hogar con el objetivo de enlistarse en la guerra, nunca habría evadido su deber si alguien no le hubiese hecho cambiar de opinión.

De todo corazón, deseo que esto pese en tu conciencia por el resto de tus días y que la vida te devuelva el mal que has hecho.

Sinceramente,
Caterina.
 


Para cuando Delilah terminó de leer el último párrafo, su visión era completamente borrosa. No podía ver nada a través de las lágrimas.

Ni siquiera pudo llegar a la firma, porque el papel estaba húmedo, deshaciéndose entre sus dedos, y las letras eran garabatos de tinta corrida.

Sin saber qué hacer, se levantó, para luego caer nuevamente de rodillas al pie de la cama, sosteniendo aquella infame carta. Esperaba que todo fuese una pesadilla, que aquel momento se tratara de sus miedos reflejados en un sueño que la atormentaba.

Caterina tenía razón, ¿cómo iba a poder vivir con la culpa después de esto? ¿Cómo podría seguir viviendo con el conocimiento de que ella era la responsable de haberlo convencido de tratar de huir?

Giacomo había muerto inmediatamente después de su captura.

Todo ese tiempo que ella estuvo construyendo una vida, divirtiéndose y trabajando para esperar que un día viniera, había sido en vano.

Se había permitido incluso reír y disfrutar, sin saber que había condenado a su propio esposo el día que había partido a América.

—No —susurró en medio de un desesperado llanto—. ¡No, maldita sea, no! —gritó mientras golpeaba con sus puños el colchón.

Apretó el papel en su mano derecha, haciéndolo añicos. No quería volver a leerlo otra vez en su vida.

¿Y si era una mentira? ¿Y si Caterina le decía aquello para alejarla de su hermano?

No seas estúpida, Delilah, te engañas a ti misma para librarte de la culpa, se dijo en su mente.

Tenía pensamientos de querer destruirlo todo, de querer destruirse a sí misma y a lo que había construido en ausencia de Giacomo.

Nunca más volvería a ver al señor Fantasmagórico. Nunca.

Maldito fuera aquel sobrenombre con el que un día decidió nombrarlo y que marcaría su destino.

Maldita fuera ella.

Él, que la había salvado de su abuela, que había arriesgado todo lo que tenía por ella. Ahora no estaba.




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