Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 64: Harás Historia

Caracas - Distrito Federal - Estados Unidos de Venezuela - 1918

—Falleció el de la habitación veintiocho —Delilah se limpió las lágrimas con el dorso de su brazo—. ¿Cuántos más serán? ¡Por Dios!

Aquel terrible año estaba llegando a su fin. El hospital estaba abarrotado de enfermos, pero lo peor de todo era que la mayoría de los pacientes fallecían. Esa maldita pandemia se estaba llevando la vida de miles de personas.

—¡Delilah, mira! —Gregoria le mostró la página principal del diario de esa mañana.

"EL FIN DE LA GRAN GUERRA.

Tras incontables tragedias nacionales e internacionales, finalmente hay buenas noticias.

Aunque el paludismo y la gripe española siguen cobrando vidas, la guerra por fin dejará de hacerlo".

Esa noticia trajo más lágrimas a los ojos de Delilah, que saltó de alegría, abrazando a Gregoria.

—Estoy tan feliz de que se haya acabado. Finalmente algo bueno. Sólo espero que todos aquellos a los que conocí estén a salvo luego de todo esto.

—Seguro que lo están. Escríbeles para estar segura.

Ella apretó los labios. Lo último que quería era escribirles para enterarse de malas noticias. Prefería seguir como estaba.

—¿Aún no se han puesto la toga y el birrete? —dijo Enriqueta al hallarlas en el pasillo—. La ceremonia está por comenzar.

Delilah corrió a los armarios, se quitó la cofia de enfermera y la sustituyó por el birrete de graduada. Encima de su uniforme, se puso la toga negra. Por último, cogió tres muñecas tejidas por ella, vestidas en trajes de enfermera.

Una de ellas con anteojos, otra rubia con ojos claros y una de tez color chocolate. Eran representaciones de Enriqueta, Inés y Gregoria. Ése sería su regalo de graduación para sus tres amigas.

Al encontrarlas en el gran atrio, sentadas delante del estrado, les entregó sus muñecas en medio de un abrazo grupal.

—¡Felicidades a todas!

—¡No puedo creer lo que hiciste, es igual a mí! —se alegró Inés.

—La mía tiene la nariz un poco grande, ¿verdad? —se quejó Enriqueta, fingiendo tristeza—. ¡Es broma, es preciosa, gracias!

—¡Felicidades para ti también, Delilah! —le respondió Gregoria—. Muchas gracias por este hermoso obsequio. Lo llevaré en mi corazón.

—¡Muchachas! —las llamó Socorro, que sostenía en sus manos una bandeja de pasteles y bizcochos—. ¡Felicitaciones, les traje esto!

Socorro había abandonado la carrera hacía varios años, se había casado y estaba embarazada de su segundo hijo. Las cinco empezaron a hablar efusivamente al tiempo que comían de los tentempiés que había traído su amiga.

Tan pronto como Doña Aura subió al estrado y se aclaró la garganta, todos en el lugar hicieron silencio, cerrando sus bocas de inmediato.

—Antes que nada, quiero hacer esta ceremonia en honor al grandísimo Dr. José Gregorio Hernández, quien ha sido una inspiración y ejemplo a seguir en el mundo de la medicina, que descanse en paz y que Dios lo tenga en su gloria —inició Aura su discurso de forma austera—. Para empezar quiero contarles a los presentes que he sido testigo de la transformación de un grupo de jóvenes increíbles, que han logrado sus objetivos a pesar de todos los obstáculos. Les aseguro que las mujeres que están celebrando su graduación hoy en este hospital, serán grandes profesionales sin limitaciones. Quiero llamar primero al estrado a Enriqueta, que se fijó una meta y no se detuvo hasta cumplirla. Ha sido infinitamente disciplinada, no se permitió cometer ni el más mínimo error para alcanzar sus sueños —la miró a los ojos desde el podio—. ¿Ves que las noches en vela de trabajo y estudio han dado sus frutos?

Enriqueta se levantó, subió a la tarima, abrazó a Aura y recibió su diploma, alzándolo mientras era aplaudida por los presentes.

—Gregoria —la llamó Doña Aura antes de entregarle su diploma—, debes seguir adelante con tu investigación en nuevos medicamentos. Si continúas por ese camino, te aseguro que cambiarás el mundo —se volvió hacia la siguiente graduada en el público—. Inés, muchas veces me preguntaste si valía más la pena casarse o ser enfermera. ¿Qué piensas ahora?

La joven subió al estrado, agarró con fuerza su pergamino y contestó a la pregunta de la jefa de enfermeras:

—No sé si debería decir esto, pero ante tal pregunta, la respuesta de Doña Aura fue: "Somos feas, debemos valernos por nosotras mismas" —la risa no se hizo esperar en la audiencia—. No me arrepiento de nada. Sé que este título me dará los medios para ser alguien.

Los aplausos resonaron mientras la muchacha regresaba a su asiento.

—Ahora quiero llamar a Delilah a recibir su título de enfermera —continuó Aura—. A pesar de tu torpeza, siempre supe que lo lograrías. Tu transformación ha sido inmensa. De ni siquiera hablar bien el idioma, pasaste a dominar términos médicos a la perfección y con un acento de lo más adorable —nuevamente, el público se conmovió, algunos soltando risitas—. Todavía tienes un largo camino por recorrer y sé que serás de las mejores enfermeras del país. ¿Quieres decir algunas palabras?

Con lágrimas picando en sus ojos y una inmensa sonrisa, Delilah caminó hacia el estrado.

Su toga era tan larga que consiguió pisarla con sus zapatillas y caer de bruces al suelo.

Algunas personas soltaron un grito ahogado, otras se burlaron disimuladamente.

—¡Estoy bien, estoy bien!

La señora Aura le ayudó a ponerse de pie, meneando la cabeza de un lado a otro con cierta decepción.

Ella sujetó su diploma y subió al podio.

—¡Qué mujer! —fue lo primero que dijo en voz alta, refiriéndose a Aura. Más carcajadas se escucharon en aquel atrio abierto—. Bueno, quiero responderle, Doña Aura, que no soy torpe. Llegué a la conclusión de que sólo hago demasiadas cosas. Por estadística, mientras más cosas hago, más probable es que algo salga mal, ¿verdad? —hizo una pausa—. A decir verdad, creo que la mera existencia de Doña Aura invalida mi teoría. Es una mujer de hierro, capaz de hacer todo y más. Gracias, señora Aura, por todo lo que me ha enseñado. He aprendido de usted todo lo que sé sobre enfermería y medicina. Sus conocimientos son abrumadores para cualquiera. Quiero decirle que hará historia, Doña Aura, por cambiar la forma de ver la enfermería para siempre. ¡No somos cuidadoras, también salvamos vidas! —todos aplaudieron con entusiasmo. Luego de un momento de vacilación en silencio, la muchacha siguió con su discurso—. Para terminar, quiero dedicarles mi título a aquellos que no están conmigo hoy. Mi madre y mi padre, que sé que me miran desde arriba. Mi esposo Giacomo, que les acompaña. A Cannoli, que llevo por siempre en mi corazón. A la hermana Bonafila, la más bondadosa; a Laraina, que fue al cielo muy pequeña y me hizo enamorarme de esta profesión, sin saberlo. A todas las niñas, que ahora son mujeres, y a las monjas que me vieron crecer en el hogar de huérfanas. Espero que estén bien, en donde quiera que se encuentren. Y a ti, Spaghetti, mira lo que tengo —mostró su diploma en lo alto, como si le hablara a su mejor amigo, aunque no estuviera en ninguna parte—. Sé que estarías muy orgulloso de mí, por fin soy más inteligente que tú —soltó una risita mezclada con llanto—. Gracias a todos.




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