Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 66: Hacienda Los Tulipanes

—Cuando regresé al hogar, Immacolata y Fátima me hablaron de las cartas que les escribías —explicó Massimo al tiempo que caminaba junto a Delilah a través de los pasillos de la biblioteca—. Me enteré de que estabas trabajando como enfermera en Caracas. Y vine hace un año por dos motivos. El primero, te extrañaba, quería verte. El segundo, la crisis postguerra en Italia me estaba haciendo difícil las cosas. Creí que aquí podría estar mucho mejor.

Delilah se detuvo un instante a ver sus ojos profundamente oscuros.

—¿Y cómo supiste dónde encontrarme?

—No lo supe —admitió él, divertido—. Tus cartas tenían la dirección de una oficina postal. Tan pronto como llegué aquí, quise ponerme en contacto contigo. Quise hacer una publicación en el periódico, pero no creí que lo leyeras. Pensé en buscarte en cada hospital, pero no creí que tendría sentido. Hasta que hace unos meses pasé por la biblioteca y decidí tomar esa novela que tanto te gustaba... Para mi sorpresa, encontré tu nombre escrito en la ficha de préstamo. Desde ese entonces empecé a venir cada semana y me llevé todos los libros que creí que podrían gustarte.

—Pero ¿qué es eso de Sr. Barone?

—Es un requisito llevar un apellido para poder tener un documento oficial de identidad que me permitiera viajar. Como no tengo un apellido, tuve que inventarlo. De todas formas, algo me decía que tú ibas a adivinar que era yo.

—Sólo pude hacerlo cuando la empleada me dijo que habías preguntado por mí, fue ahí cuando empecé a atar cabos y unir todas las pistas. Me volviste loca este último mes —confesó Delilah entre risitas—. ¿Has visto? —ella le mostró la cofia que guardaba en su maletín—. ¡Me gradué de enfermera!

—Lo sé, y no puedo estar más orgulloso de ti. Siempre supe que lograrías cosas grandes. Eres mucho más inteligente que yo —la felicitó—. Y tu español es impecable.

—¡El tuyo aún más! Hiciste un gran trabajo en apenas un año —lo elogió—. Y, ¿eres sacerdote en alguna parroquia?

Las comisuras de los labios de Massimo se elevaron ligeramente.

—No, trabajo con una empresa exportadora de petróleo. Ya sabes cuánto se ha hablado últimamente del oro negro por aquí. También soy voluntario en una pequeña iglesia a las afueras de Caracas, pero no soy más sacerdote, he dejado los hábitos.

Aquello tomó por sorpresa a Delilah.

—¿Por qué?

—El obispo de Mondovì trató de forzarme a poner en la iglesia simbología fascista y mostrar apoyo al partido. Cuando no estuve de acuerdo, amenazó con removerme de mi cargo, pero renuncié —suspiró—. Me dejó un muy mal sabor el darme cuenta de que algunas personas estaban intentando vender ideologías políticas a través de la fé. Y aunque pude haberme puesto en contra, incluso pude haber tratado de destituirlo de su cargo si le contaba al padre Flavio, que es ahora obispo de Piamonte, decidí que no valía la pena.

—¿Cómo que no? ¡Siempre has luchado por tus ideales! —le reclamó ella—. No es justo que quieran convertir la iglesia en un prostíbulo político.

Los dos dejaron de caminar a medida que la conversación se iba poniendo más seria.

—Bueno, la realidad es que tendría que estar luchando contra eso toda la vida, porque hay muchos más como el obispo de Mondovì. Y no fue para eso que quise convertirme en un cura. Por otro lado, me di cuenta de que no pertenezco a ese lugar. Hace tiempo que sentía que necesitaba una excusa para dejar los hábitos y él me la dio.

—¿Cómo que una excusa? ¿No estabas feliz siendo sacerdote? Pensé que era tu vocación…

—Serví por muchos años a la iglesia, con verdadera convicción. No obstante, creo que ha sido suficiente. Mi labor ha llegado a su fin. Es cierto que me encanta ayudar a los demás, salir a misiones, la fe en sí misma, la teología y el descubrimiento de la creación. Nunca había sentido tanta pasión por algo. A pesar de eso, soy consciente de que puedo seguir haciendo esas cosas sin ser un cura —expuso tranquilamente—. Pude haberme quedado y pelear para cambiar la iglesia, pero la realidad es que no soy como ellos. Luché contra mí mismo desde el día en el que me hice sacerdote. Luché contra mis deseos y mis sentimientos hasta el último momento. Porque amo fervientemente a una mujer.

Ninguno de los dos dijo nada tras estas palabras. Delilah lo observaba sin parpadear, como si no pudiera creer lo que había escuchado.

Habían transcurrido al menos nueve años desde su último encuentro. Tantas cosas podían haber sucedido o cambiado… Massimo podía haberse enamorado de alguien… Pero eso era algo en lo que ella jamás, antes de ese momento, había pensado. Nunca había contemplado esa posibilidad.

No sabía si estaba preparada para oírlo profesar su amor por alguna mujer. Permaneció en silencio.

Luego de una breve exhalación, Massimo admitió:

—Siempre la he amado.

Un paso involuntario hacia atrás de Delilah provocó que él le sujetara la mano, como si temiera que pudiera escaparse en cualquier momento y quisiera impedírselo.

—Y supongo que… que… —tartamudeó la joven, sin poder ocultar su estupor y desasosiego—, estarán juntos.

Él elevó ligeramente la comisura de sus labios, empleando aquella sonrisa torcida de vergüenza que le hacía posar los ojos en el suelo. Su cara parecía haberse enrojecido.

—No es posible que estemos juntos —volvió a ver el rostro de su amiga y apretó un poco más sus dedos, aproximándose con una expresión de turbación. Sentía que si no se lo confesaba, iba a morirse—. Siempre te he amado, Delilah. A nadie más que a ti. Es ingenuo de tu parte que creyeras que hablaba de alguien más. Y lo lamento, pero tenía que decírtelo o…

Ella no podía creer que el mundo se estuviera moviendo alrededor de Massimo de esa manera, no podía creer que después de tantos años, sus labios estuvieran pronunciando esa declaración, como si el tiempo no hubiera pasado… Su pecho estaba agitado, peleandóse contra sí mismo para calmar los latidos de su corazón y controlar su respiración.




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