Ersatz caminaba por el medio de la calle entre la llovizna. No sabía cómo llevar la escopeta. Primero la apuntaba hacia abajo, después la sostenía con las palmas de las manos a la altura del abdomen como si fuera una ofrenda que iba a entregar a la iglesia del barrio. Recordó que una ofrenda parecida era la que había usado Ramoncito. No le gustaban las armas, pero había visto el cuerpo sin vida de Manuel.
Mientras evitaba hundir sus zapatillas de montaña en los charcos de agua pensó que los hombres que habían matado a Manuel, los eugenistas, como había escrito Gema, debían haberlos visto llegar.
Estarían cerca ya que no habían usado vehículos y no parecían ser el tipo de personas que les faltaran.
Si estaban ahí eran fanáticos. Decían que las pocas personas que se habían quedado en los antiguos barrios eran gente brava que habían preferido enfrentar la supuesta locura del parásito para defender el lugar donde sus abuelos o padres habían vivido. Incluso rescatar lo que se decía que habían regalado o abandonado.
También decían que no aceptaban la conjunción de su país con otros latinoamericanos. Discriminaban a los bolivianos, peruanos, a los paraguayos. ¿Qué iban a hacer con unos chupasangres deformes? Eliminarlos, depurar su raza, se dijo Ersatz.
Eso significaba eugenesia, recordó con desagrado.
Y apretó un poco la escopeta porque había conocido a muchas personas que se parecían al que había visto disparar sobre Manuel.
No usaban armas de fuego, sus herramientas eran el acoso psicológico, las palabras denigrantes, las metáforas hirientes.
Salió de sus pensamientos cuando alguien lo llevó por delante en una esquina. La escopeta voló y el cañón se hundió en el barro. El alumbrado público tenía luces amarillentas, de las antiguas, en esa cuadra. Ersatz cayó al piso y observó la sombra de destellos dorados que se inclinaba hacia él.
Era Silvina.
Ersatz trató de levantarse. Ella lo ayudó. Él se largó a llorar.
Silvina lo abrazó fuerte y también se largó a llorar. Se apretó más a él cuando repasaba en su mente la imagen de la última mirada que le había dirigido Manuel. Lo había hecho por ella, lo sabía.
—Es mi culpa—dijo Silvina.
—No es tu culpa. Es culpa de esos descerebrados. —Ersatz se separó de Silvina para agacharse.
—Mejor dejá esa escopeta antes de que hagas alguna cagada. No sabés usarla.
—No es mucha ciencia. Mi tío abuelo me enseñó a limpiarlas.
—Qué cosas lindas te enseñaba tu tío abuelo.
Silvina se restregó los ojos y retrocedió unos pasos, perdida.
—Fue la loca esa…
— ¿Qué…? Parecía una médica. Gema dijo que son eugenistas.
—Son unos hijos de puta. —Silvina se llevaba la mano a una de sus orejas—. Perdí un audífono.
—Te lo robaron. Ya vi.
Ersatz se llevó las manos a las orejas y comprobó que sus audífonos estuvieran ahí.
—Er, yo no hablaba de la ladrona de audífonos. Decía por la chica de ojos claros. Creo que ella les avisó.
— ¿Por qué se fueron? No los podía encontrar.
—Intentamos despertarte, pero no pudimos. Fuimos de Roger. Está… —Silvina negó con la cabeza, como si no aceptara invocar la palabra otra vez en su mente.
—Ya sé. Mejor volvamos.
Miraron hacia las luces rojas de la torre de Interama que brillaban a través de la neblina. Empezaron a caminar en esa dirección. Silvina sostenía la mirada en lo alto como si en vez de volver a la casa estuviera dispuesta a caminar la gran distancia que los separaba del antiguo parque de diversiones.
—La chica esa estaba atrás de la puerta—dijo Silvina mientras avanzaban—, y no la vimos. Tenía el celular en la mano y la jeringa en la otra. Se me tiró encima… ¿Estoy hablando bien? ¿Se escucha? ¿Alto o bajo?
—Estás hablando bien —le aseguró Ersatz, que cada tanto giraba la cabeza y miraba sobre sus hombros.
—Salió corriendo con el celular en la mano y la seguimos hasta la vuelta —siguió Silvina—. La perdimos. Y cuando volvíamos a buscarte aparecieron esos tipos con la de delantal.
Ya estaban por la misma altura de la calle donde Manuel había sido abatido.
—¿No habrá quedado por acá tu audífono?
—Creo que se lo guardó.
—¿Seguro? Por ahí cuando salió corriendo… —dijo Ersatz mirando de refilón a los cuerpos abandonados en la calle.
—No quiero saber nada —gritó Silvina mientras miraba para el otro lado. —Puedo sobrevivir con uno solo.
—¿Sabés lo que te va a costar conseguir otro?
—Lo sé.
Ya habían superado el lugar donde estaban diseminados los cuerpos. No había indicios de Gema ni de los demás serenados.
Silvina se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos. Ersatz la siguió.
Rodearon a los cuerpos, que estaban desnudos, y tratando de no mirar a Manuel se agacharon para observar el cemento en el lugar donde ella había estado arrodillada. Silvina prendió la linterna de su celular, aunque por la luz potente no hacía falta. No encontraban nada.
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conflicto entre humanos y otros seres, supervivencia en un mundo distópico, vampiros solares
Editado: 29.06.2025