Cuando despertaron el día se había nublado. Refulgió un relámpago. Por un segundo, Ersatz vio las sonrientes caras de esa ensalada de peluches que era el cuarto donde vivía Gema.
Las bocas parecían moverse un poco, la acción sedante y el efecto alucinógeno de los serenados seguían actuando en su mente.
En la de Silvina también, ya que tenía la mitad de la cabeza metida en la oreja gigante de una coneja rosada.
A Ersatz le pareció tan gracioso que se le escapó una risa.
Hacía mucho que no reía. Era un pequeño milagro reírse.
Se deslizó hasta Silvina y le tiró del pelo. Silvina se dio vuelta, con una sonrisa atontada, y le empezó a acariciar la cara con las manos que tenían el aroma agrio, y a la vez cítrico, de la orina que manchaba algunos de los muñecos.
Los poros de la piel de Silvina parecían exudar gotas microscópicas de un líquido tornasolado.
Los dos giraron las cabezas y vieron cómo la mano de Gema sobresalía, lánguida, del montón de peluches. Pensaron que debía haberse quedado dormida debajo de su colección de muñecos.
Ersatz logró ponerse de pie y tomó de la mano a Silvina para ayudarla a levantarse. Salieron para sentir la lluvia, que otra vez caía a raudales en la calle, y disfrutar del efecto residual de la picadura de Gema.
El agua llegaba casi hasta la mitad de la calle desde las zanjas.
Silvina le dijo que tenía que orinar y en vez de subir a la casa de los padres de Ersatz, corrió hasta la esquina y dobló.
Ersatz chapoteaba con sus zapatillas en el agua sucia.
De pronto, se detuvo, el frío que sintió le había quitado un poco el velo mental del efecto placentero del veneno de Gema. Estiró el brazo derecho y lo giró.
Esta vez, menos desesperada, la mujer había succionado en la superficie posterior del antebrazo.
No ardía ni dolía en lo más mínimo, pero la herida estaba un poco morada y había dos orificios rojizos que, aunque parecían raspaduras más que agujeros delataban los colmillos de Gema.
Silvina volvió corriendo. Mientras con una mano levantaba su remera, con la otra se tocaba el estómago. Arriba del ombligo tenía una marca morada y otra pinchadura.
—Basta que no se reproduzcan de esta manera —dijo con ironía.
Ersatz escuchó el chirrido, proveniente desde lo alto, de una ventana al correrse. Arriba estaba Gema. Era tan alta que se veían solo su boca y la mano que los llamaba.
Mientras subieron, Gema a su vez salió al descanso de la escalera y se agachó en una maceta que estaba bajo un techo.
Cortó tres rosas enanas y se las dio a Ersatz, que seguía algo mareado y pensó que las había tomado, pero en realidad habían volado y, abajo, el agua se las estaba llevando.
Gema cortó más y empezó a bajar la escalera, protegiendo a las flores en el hueco de su mano, como si llevara una vela con una llama que no quería que el agua apagase. A Silvina le pareció que el hueco de la mano de Gema resplandecía con un color anaranjado.
Gema fue directa a la casa de Ersatz. Subió las escaleras, seguida por Ersatz y Silvina, y caminó hacia la estufa adosada a la pared.
Las rosas que había en la Virgen negra se habían secado. Gema dejó caer a las nuevas, frescas, al pie de la estatua. Luego hizo una reverencia y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. A sus espaldas estaba la estantería de madera oscura que llegaba hasta el techo, repleta de vasijas azules y otros adornos. Ersatz prendió el velador que estaba en uno de los estantes del mueble. Tenía una bombilla cálida, amarillenta.
Silvina y Ersatz se sentaron frente a Gema.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Ersatz.
Gema levantó las manos, juntó las dos palmas e inclinó la cabeza hasta pegarlas a ellas.
—¿Duermen mucho? —dijo Silvina.
La mujer asintió rápidamente, como si fuera una niña.
—Quería pedirles que… —Por un momento a Ersatz se le puso la mente en blanco—. Pedirles si podrían enterrar a nuestro amigo en la esquina…—tragó saliva—, en la huerta, digo.
Gema asintió, esta vez con lentitud. Aspiró largo por la nariz. De pronto, a pesar del bronceado, sus mejillas se tornaron rojizas. Parecía que se iba a ahogar. Sus ojos se abrieron. Estornudó. Algo de la mucosidad incolora expulsada por los orificios de la nariz de la serenada quedó colgando de la punta de una de las zapatillas de Ersatz.
Los dos se miraron, sin ganas de reírse. Ya se les había ido el efecto psicoactivo de lo que fuera que les había inoculado Gema.
— ¿Por qué los abandonaron? ¿De dónde…? —Ersatz pareció elegir palabras más amables de las que había pensado para concluir su pregunta—. ¿De dónde son ustedes?
Gema inclinó su cuerpo y rebuscó detrás de la estufa de chapa sobre la que estaba la estatua de la Virgen. Extrajo algo del hueco que la separaba de la pared. Era un libro de ajadas tapas marrones. Lo apoyó sobre su regazo y lo abrió.
Las hojas tenían dibujos. Las hizo correr, buscando algo. Luego enderezó el libro y estiró las manos para que vieran una. Era el dibujo, bastante bien hecho, de un tipo alto con una remera negra con una inscripción ilegible y anillos en los dedos largos. Roger, pensaron. Gema volvió hacia ella el libro y pasó las hojas. Luego lo apoyó otra vez en sus piernas y lo giró hacia ellos.
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conflicto entre humanos y otros seres, supervivencia en un mundo distópico, vampiros solares
Editado: 29.06.2025