Pueblo Plasmar ardía cada vez más bajo el sol, aunque era demasiado temprano para que sus habitantes pudieran notarlo. Tras lanzar las piedras que tenía en sus manos, Gwen logró dispersar momentáneamente a sus perseguidores y corrió hacia un baldío atestado de chatarra. Se escondió entre los escombros y metales oxidados, tratando de calmar su respiración mientras decidía su próximo movimiento.
Los gritos de la multitud todavía resonaban en su mente. El instinto de huir había sido su única opción, pero la desesperación seguía arremetiendo en su pecho. De repente, un silbido cortó el aire. Una flecha pasó junto a su cabeza, rozando su cabello. Gwen se lanzó al suelo, cubierta de polvo, el corazón palpitando desbocado. Fue entonces cuando una voz que reconoció rompió el silencio.
—¿Gwen? ¿Sos vos? —preguntó un joven, su tono lleno de sorpresa y calidez.
* * *
Gwen levantó la vista, y su corazón se detuvo. Frente a ella estaba Diego, un amigo cercano que había ganado el último año. Pero en lugar de una mirada de alivio o solidaridad, sus ojos reflejaban una confusión que la desconcertó, apuntándola con un arco. Confusión, dolor y una expresión extrañamente fría se mezclaban en su rostro.
—¿Diego? —susurró Gwen, incrédula, sus ojos clavados en el arco tensado en las manos del chico de su misma edad—. ¿Por qué?
Por un instante, Diego no respondió. Su mirada parecía distante, casi irreconocible, como si hubiese perdido toda la calidez que alguna vez compartieron. Gwen sintió cómo algo se rompía dentro de ella.
—¡Pensé que éramos amigos! —susurró, su voz llena de incredulidad y dolor.
Diego desvió la vista brevemente, como si luchara contra sus propios pensamientos. Pero cuando volvió a mirarla, en sus ojos solo se reflejaba una frialdad implacable.
—Perdoname, Gwen. Son órdenes —respondió con una indiferencia que Gwen jamás había escuchado en él.
Las palabras la atravesaron como una daga. El muchacho que había sido su aliado, aquel con quien compartió risas y confidencia, parecía ahora uno de los entregadores. Todo a su alrededor comenzó a derrumbarse, dejándola sentir que la soledad caía sobre ella como una losa. Apretó los puños, recordando todas las veces que le había enseñado a Diego a tensar y disparar el arco, y con la voz temblorosa, intentó apelar a cualquier lazo que quedara de su amistad.
—¡Baja eso! —imploró Gwen, desesperada, con la esperanza de que su voz pudiera alcanzarlo—. ¡Tres personas me están persiguiendo!
Diego mantuvo el arco en alto, imperturbable.
—Preocupate más por mí que por ellos —respondió fríamente, sin bajar el arma—. Soy tu cuarta amenaza ahora.
Gwen lo miró, buscando en su expresión algún indicio de duda, algún rastro del Diego que conocía. Pero sus ojos reflejaban una dureza y frialdad que parecían inmunes a sus súplicas.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Gwen, su voz entrecortada, el miedo y la confusión entrelazados en sus palabras.
Diego vaciló un instante, pero mantuvo el arco apuntado hacia ella, con una flecha lista.
—Te dije que tengo que cumplir las órdenes —dijo, como si no hubiera otra explicación—. Pareciera que no entendés, o que no supieras... así deberían ser las cosas ahora.
Gwen tragó saliva, sintiendo cómo el nudo en su garganta se hacía cada vez más grande. Diego dio un paso atrás, todavía apuntándola, aunque en su expresión apareció una sombra de duda. Finalmente, y sin razón aparente, añadió en un tono un poco más amable:
—Quizá... podría romper una regla por vos.
Diego bajó el arco y dio un paso hacia ella, en su mirada parecía asomarse una pequeña grieta. Pero antes de que pudiera hacer o decir algo más, un grito resonó en la distancia, cortando el momento en seco.
—¡Sanguínea, te hemos localizado! —la voz de Krakatoa se alzó, acercándose con decisión.
Diego, confundido, giró hacia la dirección del grito, frunciendo el ceño.
—¿Sanguínea? —murmuró, sin entender del todo—. ¿Qué dicen? ¿Hay un Sanguíneo cerca de acá?
Gwen aprovechó la confusión y reaccionó al instante. Tomó la mano de Diego y lo arrastró hacia un rincón oculto mientras ambos observaban cómo los cazadores de Sanguíneos pasaban de largo, ignorando su escondite temporal.
—¿Por qué nos escondemos? —susurró Diego, visiblemente desconcertado—. Sos demasiado fuerte y podrías derrotarlos fácilmente, aunque fueran cantidad.
Gwen bajó la cabeza y evitó su mirada, incapaz de explicar el motivo que la contenía, temerosa de lo que desencadenaría si cedía: la sombra de algo más poderoso que el temor a una simple confrontación.
—¿Por qué no lo haces tú? —espetó, sintiendo cómo la paciencia se le agotaba—. Cualquier "no Sanguíneo", como tú, como ellos o como yo... tiene Habilidades Plasmáticas, ¿no?