Shira: La joven guerrera

Capítulo Ⅷ

Después de un largo debate entre los elfos, Jenay y yo estuvimos de acuerdo en quienes vendrían con nosotros.

—Muy bien, —dijo el Rey— ¿algo más que decir?

—Yo tengo algo que decir —mi voz resonó en el lugar—, algo que preguntar, mejor dicho, —miré en silencio alrededor por encima de mi hombro— ¿Qué pasó con los ángeles? —mi voz sonaba cansada, mis labios estaban resecos.

—Dirzan los destruyó, —respondió de inmediato el Rey— los odiaba, detestaba el hecho de que protegieran a los humanos, les ponía trampas, los hacía dudar de sí mismos y provocaba que se destruyeran entre ellos. Con más razón quería destruirlos porque él no fue elegido como ángel y tu padre sí.

—¿Mi padre fue un ángel?—había quedado sin aliento, tambalee un instante, pero traté de disimularlo para no mostrar debilidad, y me pregunté porqué mi madre nunca me había contado eso, porqué tuvo que ser alguien más.

—Sí, al igual que el hermano de tu madre, Júpiter, pero tu padre renunció a ser ángel por amor a Adelaida, aunque más tarde decidió ir a la guerra y fue allí cuando murió, si tu padre hubiera sido más astuto no hubiera dejado de ser ángel, pero él sabía que un ángel y un humano no podían enamorarse porque es una deshonra, y el amor que sentía por tu madre estaba mucho antes de que fuera elegido ángel.

— ¿Pero qué tiene que ver mi padre con todo esto?

—Dirzan ama a tu madre Adelaida, por lo tanto miraba a tu padre cómo un enemigo.

— ¿Cómo es que yo nunca supe nada de esto?

—Porque tu madre hizo prometerles a todos que guardaran el secreto hasta que fuera el momento, y yo creo que ya lo es, tu madre fue secuestrada por Dirzan y lo más probable es que la obligue a casarse con ella.

—Claro porque es más fuerte que nunca —susurró Jenay mirando el suelo pensativo. Le miré de reojo y volví mi mirada al Rey.

—Quiero saber la historia de Dirzan.

—Bueno —dijo el Rey poniéndose de pie— es muy tarde para eso Shira, debemos descansar —de inmediato hicimos una reverencia, el Rey bajó del trono y se fue abriendo la cortina que se encontraba al lado de los tronos. Observé que del lado opuesto al trono del Rey había otro asiento.

—Jenay, ¿de quién es ese asiento?

—Debe ser de su reina —se quedó en suspenso mirando el trono y un elfo interrumpió su pensamiento.

—Ella fue asesinada, hace años ya, pero el amor que el Rey siente es tan poderoso que no puede olvidarse de su recuerdo, ella vive en él, pero nunca mencionamos su nombre más, porque así como está lleno de amor, también lo está de melancolía, rencor y dolor. —el elfo era delgado, con un vestido verde olivo.—extendió su mano hacia mí y la estreché con la mía— Mi nombre es Elioth —dijo, asentí con la cabeza.

— ¿Que le sucedió a la Reina? —susurré suavemente.

—Los soldados de Dirzan la mataron... Hace dieciséis años, la princesa de los elfos, llamada Catlina, era un bebé. Los soldados atacaron nuestro pueblo, y en ese entonces no había tantos soldados, atraparon a la reina, acabaron con casi toda la sangre real, tuvimos que usar lo poco de nuestros poderes para defendernos. 
Creo que lo mejor es que vayan a dormir. —asentimos y nos dirigimos a la salida, al estar unos centímetros de la puerta nos lanzaron metales muy pesados dentro de un saco verde, Jenay y yo lo pudimos sostener apenas unos instantes pues nuestra fuerza era muy poca para soportar el peso. Las dejamos caer.

—Ahí tienen sus armas —dijo el elfo del bosque, el barbudo y castaño.

— ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Jenay.

—Hatalayenth —respondió firme, sus manos estaban descansando en ambos extremos de su cadera y nos observaba inclinando sus ojos, pues su estatura era mayor.— Esa carpa es para ti Jenay, —se hizo a un lado y señaló una carpa negra— y esta para ti Shira —señaló otra que se encontraba al lado opuesto de la de Jenay. Abrí el saco y saqué mis armas, comencé a colocarlas en mi cuerpo

—¿Qué lugar sigue en el mapa? —coloqué la espada en mi cadera.

—El pueblo de guerreros, allí trataremos de negociar con ellos para que se unan a nosotros, luego sigue el bosque de la verdad y después el reino de Zhatara.

— ¿La reina a la que le robaste el diamante?

—Sí, pero por suerte, lo puse en un lugar seguro. Aunque bueno —sonrió nervioso, colocó su mano en la nuca y se rascó.

— ¿Qué? ¿Lo traes? —achiqué mis ojos y crucé mis brazos.

—Sí, pero no es eso. Es que ella me vio, pensándolo bien, no iré con ustedes.

— ¿Que no irás? —levanté mi arco del suelo y lo sostuve en mis manos.

—No, no iré.

—¿Seguro? —coloqué el bulto en mi espalda, en el cual estaban las flechas.




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