Aquella mañana, Julieta despertó más tarde de lo habitual, la luz dorada del sol colándose por los ventanales de su habitación acariciaban su rostro con suavidad. Sin embargo, la serenidad del amanecer no lograba calmar la tormenta que invadía su mente. Durante la noche, pensamientos contradictorios se presentaro: su plan, su futuro, y sus sueños.
Creyó que, tras su primer beso con Callum, sentiría mariposas revoloteando en su estómago. Pero al recordar sus labios sobre los de él, aquel sabor extraño, viscoso y desagradable, un rechazo instintivo la hizo dar de cuenta que se había aventado de un precipicio alto cayendo de sopetón sobre el duro asfalto.
Incluso tuvo pesadillas dónde su fin era la desgracia y la infelicidad.
Por lo tanto, al sentir la calidez del sol sobre su piel, abrió los ojos con determinación. Hoy cambiaría el curso de su historia. Primero debía asegurarse de tener recursos, y así evitar la desesperación de aceptar a un esposo cualquiera. No es que no deseara uno: lo necesitaba con urgencia, pero debía ser inteligente, y encontrar al candidato perfecto, porque Callum, por muy adinerado que fuera, no le hace palpitar el corazón.
Decidida, se levantó, aseó su rostro con agua fresca, peinó su cabello rubio con cuidado. Se miró al espejo y se rió de sí misma al darse cuenta de que poco a poco se acostumbra a arreglarse sola, y le agradaba.
Salió a la calle con paso firme, ignorando el rugido de su estómago, pensando que luego haría una breve parada en el salón de té para recuperar fuerzas con un par de bocadillos.
Pero al caminar por las avenidas concurridas, una sensación extraña recorrió su nuca, erizándole los cabellos. Volteó con cautela a ambos lados, observando a los transeúntes y los carros tirados por caballos, sin ver indicio alguno de peligro. Desechó de inmediato la idea de ser vigilada, ¿Quien seguiría sus pasos?, por supuesto de nadie.
Justo frente al mercado, sintió un tirón fuerte en su brazo. Se sobresaltó y giró con rapidez.
—Señorita… necesito decirle algo.
La reconoció de inmediato, la misma joven que la había abordado el primer día en Marsella.
—¡Tú! —exclamó, apartándose bruscamente—. ¿Qué quieres? ¿No te quedó claro que no necesito tu ayuda?
—Necesito decirle algo… —insistió la muchacha.
Una mueca de hastío se dibujó en el rostro de la rubia.
—¡Lárgate!, eres un fastidio —gruñó.
La joven apretó los dientes y replicó con voz firme:
—¡Cállese de una vez, maldita sea!
Julieta quedó boquiabierta ante la audacia de aquella desconocida. La pelinegra, con una determinación que no parecía corresponder a su edad, se acercó aún más, bajando la voz.
—Usted está en peligro. La castaña y el rubio con los que se ha estado viendo no son quienes dicen ser. Aléjese de ellos. No puedo comprobarlo con certeza, pero todo indica que son los culpables.
—¿Culpables de qué?
La chica miró a su alrededor con cautela —. De robos... cada vez que llega alguien nuevo a la ciudad, ellos aparecen. Luego aquella persona lo pierde todo, le roban absolutamente todo. Pero nunca encuentran a los culpables. Para mí es demasiado sospechoso.
Julieta la miró fijamente. Por un instante, algo dentro de ella quiso creerle, pero enseguida soltó una carcajada sarcástica.
—¡Estás más loca de lo que pensé!
—Señorita, no es juego. Está en peligro —replicó, firme.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó con desdén.
—Me llamo Emma.
—Bueno, Emma, deja de jugar a los detectives y lárgate —espetó, dandole la espalda con indiferencia.
La muchacha se resistía al rechazo, estaba muy segura de que lo que decía era cierto.
—¿Por qué no me cree?
—Porque lo que dices es un disparate. No tienes idea de quiénes son ni de lo que tienen. No necesitan robar. Ahora vete.
—Creame, no confíe en ellos... tenga cuidado con sus pertenencias.
—Ya ándate y haz algo productivo con tu vida.
—Yo solo le advierto —añadió encogiéndose de hombros.
Julieta la ignoró y continuó su camino hacia la primera joyería que divisó. Pasaron horas dónde tras visitar cinco tiendas diferentes, encontró finalmente un comerciante dispuesto a pagar casi el valor total de sus preciadas joyas.
Satisfecha, se dirigió al salón de té para recuperar energías, y luego, con el corazón acelerado, regresó a la casa de hospedaje, ansiosa por reencontrarse con su bolsa dorada, su pequeño tesoro que la salvaría de la desgracia.
Al abrir la puerta, su mundo se desmoronó, y quedó paralizada frente a lo que veía.
Todo estaba revuelto, y destruido, muebles hechos añicos, el tocador destrozado, sábanas y cojines esparcidos por el suelo.
—¡Dios mío! —gritó, con el rostro desencajado.
Su primer pensamiento fue —. ¡Mis joyas!
Sus collares, anillos, pulseras, estaban desaparecidos. El miedo le desfiguró la expresión, su corazón retumbaba como un martillo dentro de su pecho, y sus manos temblaban sin control.
Se lanzó al suelo, buscando desesperada entre los escombros, sollozando con dolor.
Luego de haber buscado en cada rincón, y sin haber encontrado sus joyas, se sentó en una esquina de la habitación, hundió su cara entre sus rodillas y lloró amargamente, como tal vez, nunca lo hizo, en toda su vida.
—¿Por qué a mí? —repetía entre lágrimas—. ¿Qué he hecho para merecer esto?
El tiempo pasó mientras su cuerpo se consumía en llanto, su cabello enmarañado y ojos hinchados y rojos por las lágrimas.
—¿Qué voy a hacer ahora?... solo me queda dinero para una comida, el hospedaje se acaba en dos días.
De pronto una idea llegó a su mente.
~{Mis vestidos, puedo vender mis vestidos}~.
Levantó su rostro con un atisbo de esperanza que fue pisoteado de inmediato. Su respiración se detuvo al ver que ni siquiera sus zapatos dejaron, se habían llevado todo, absolutamente todo.
—¡AHHHHHH!—gritó a la vez que se arrancaba mechones de cabello, enloquecida.