Si lo permite la vida

1

No debió escribir aquello ni dejarse seducir por las promesas de mejoría de su terapeuta. No fue lo mejor, y lo sabía, lo intuía. Él debía permanecer enterrado, innombrable, dónde los fantasmas son olvidados para que no dañen a los vivos.

Se fue a dormir con una sensación terrible, casi desquiciante, tras vaciar en el papel algunos de los dilemas más enraizados en su existencia.

Era extraño. Tan extraño.

No lo amaba, tiempo atrás había dejado de hacerlo. Mucho menos lo extrañaba. El sentimiento que le inspiraba se asemejaba a rebobinar una película con un final demoledor, de esos que dejan sabor a sangre en la boca, esperando con eso poder cambiar algo... sabiendo que es imposible. Lo que ves: es lo que hay. Pertenece al pasado, uno que seguía enganchado en la cabeza de Liliana, repitiéndose incesantemente y apretándole las entrañas hasta darle ganas de vomitar.

«No va a cambiar». Repitió en un susurro, entre el sueño y la consciencia.

Para otros podía mantenerse en pie, ocultar la cara igual que máscara de carnaval; sonreír, ser amable... lo que necesitaran. No obstante, de noche, sola, volvía a ser el despojo que quedó de la mala película que fue su mayor ilusión.

Su bebé se había ido y el principal responsable fue el hombre al que le confió la vida de ambos, al que amó y se entregó sin límite, de la forma en que pensó se debía amar. Y más allá de él, la única culpable era ella por dejarse embaucar.

«Ciega. Estúpida». Aquellos calificativos surgían de lo recóndito para no dejarla olvidar sus errores. Que le repitieran que había sido una víctima dejó de ayudar tiempo atrás, luego de levantar la cabeza y darse cuenta del dañó que causaron sus propias decisiones: a su bebé, a su familia, a ella misma.

Esa noche, la cama no fue su resguardo, se convirtió en otro campo de batalla en el que las pesadillas jamás se volvieron sueños amables. Despertó antes de las cinco de la mañana y agradeció. En un par de horas entraría a trabajar al primer turno, y su puesto le exigía quedarse hasta avanzado el segundo. Además, a ella la enorgullecía ser puntual.

El agua tibia de la ducha ayudó; como cada mañana, lavó las memorias dolorosas. Bastó muy poco para que estuviera lista.

Al trabajo prefería ir cómoda: pantalón de mezclilla y blusa simple. Las ondulaciones de su cabello tomaban forma tras secarse y sujetarlas con una banda. Y en su cara, solía usar apenas pizcas de maquillaje; una máscara era suficiente, como para pretender sumar otra.

Desayunó ligero.

—Come mejor, te puedo cocinar algo. Unos huevos, estrellados como te gustan —ofreció Olga, su madre, luego de entrar en la cocina a la que ella había llegado antes para preparase su alimento.

Liliana se encontraba en la mesa, frente a un café y un plato de frutas; repasando mentalmente la carta que había escrito. No creía en magia ni hechizos, pero hacerlo fue como invocar al demonio y sentir sus dedos cerrándose alrededor de la garganta.

—No, mamá. Así está bien.

—Pero vete: estás en los huesos.

—No seas exagerada —pidió, con un tono divertido. Acababa de terminar, así que se levantó, recogió los platos que había usado y, bajo la mirada suspicaz de la mujer que le dio la vida, los lavó con extremo cuidado.

—No, mi amor. Pero no comes bien, y no haces más que trabajar. Necesitas estar fuerte.

—Estoy bien —resopló ella, con una sonrisa que intentó ocultar las tinieblas—. Deja de preocuparte por mí. Suficiente tienes con tu negocio. Mejor ocúpate de eso —sugirió, alegre y rodeándole el cuello con los brazos.

Fue correspondida con un apretón amoroso. Al separarse, notó el gesto de Olga relajado y su sonrisa se ensanchó.

—¿Ves? Así está mejor. Si tú estás bien, yo lo estoy —aseguró, para terminar de apaciguar las angustias maternas.

Olga suspiró, si le creyó o no, dejó el tema por la paz y, tras plantarle un beso en la mejilla, avanzó hasta la cazuela donde hervían el agua para el café y la preparó con ese objetivo. A continuación, volvió a mirarla, cuando ella se había perdido de nuevo en esa parte de sí que no le mostraba a nadie.

—Ayer vino Ramón. Se me olvidó platicarte —comentó Olga.

—¿Y qué dice?

—¿Qué no dice? De todo habla, pero hace mucho que no lo veía. Vino a traerme unos vestidos que me planchó su mamá. Quedaron muy bonitos. Las clientes se van a poner contentas.

—Me alegra, mamá.

Lily volvió a sentarse en la mesa y revisó que no le faltara nada en la bolsa. Faltaban unos minutos para que pasara el autobús por la esquina de la cuadra donde vivían, a tan solo unos metros de su casa, y la necesidad de conversación de Olga la convenció de no apresurarse.

—Está hecho un hombre. Siempre tuvo una cara tierna, pero ahora...

—Yo lo veo igual —cortó con aparente desinterés.

Si bien el muchacho le agradaba, y siempre fue amable con ella, no le interesaba mucho hablar de otros, de nadie que no fueran sus padres y la familia de su papá.

—Nada de igual. Lo que pasa es que no te has fijado. Cuando lo hagas, me vas a dar la razón.




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