Si lo permite la vida

2

—¡Ya vámonos, María Esther!

La voz profunda y envolvente de Ramón, con una vibración rasposa que la hacía inconfundible, resonó por la austera cocina y la sala, ambas dispuestas en un único espacio compartido.

El joven resopló, exasperado, al no obtener respuesta, y su vista deambuló alrededor; era su hogar y lo conocía de pies a cabeza, pero inspeccionarlo antes de salir le hacía sentir que contaba con un poco de control.

Una ventana con cortinas de tela liviana dejaba entrar la luz del sol matutino, iluminando los rincones.

Los muebles eran básicos, pero funcionales. Una mesa rectangular de madera laminada, con los bordes desgastados por el tiempo, se encontraba rodeada de cuatro sillas tubulares cuyas patas cromadas habían perdido parte de su brillo. El tapizado de las sillas mostraba signos de mucho uso, con bordes deshilachados por doquier. A un lado, un sofá gris, ocupaba el rincón más soleado de la sala con una mesita de centro delante.

Las paredes y sus pocas manchas, junto a la loseta clara del suelo, lucían igual de avejentadas que lo demás.

A pesar de la simpleza, todo había sido limpiado y ordenado con esmero, formando un hogar acogedor.

Ramón inhaló profundo, como si sorbiera sus anhelos.

La suya era una casa pequeña, solo contaba con dos habitaciones, aparte del área común. En una, dormían su mamá y su hermana. En la otra, él junto a sus dos hermanos; apretados y con nula privacidad. Por eso, uno de sus planes, tras titularse y conseguir un empleo mejor remunerado, era alquilar una vivienda con mayor espacio... o hasta comprarla, todo era posible, y en eso tenía puestas sus esperanzas.

No obstante, no haría nada si no podía ni conseguir que su hermana saliera de la casa.

Iban diez minutos más tarde de lo habitual. El retraso le costaría caro, considerando que debía llevar a sus dos hermanos menores a la preparatoria antes de dirigirse a la universidad. Había terminado sus clases el semestre anterior, pero aún le faltaban los trámites necesarios para dar el siguiente paso: sus ansiadas prácticas profesionales.

Moría de ganas de conseguir colocarse en una empresa donde le pagaran un poco mejor de lo que ganaba como ayudante de mecánico, además, estaba aburrido del mismo oficio; siete años eran un límite justo para saber que no quería seguir ahí toda su vida.

—No vamos a llegar —exclamó Maximiliano, el menor de sus hermanos—. Mejor nos hubiéramos ido en autobús. Así no tenías que desviarte a dejarnos.

El adolescente aguardaba afuera con la mochila a su espalda y una expresión tranquila, a un lado de la motocicleta que servía de transporte familiar. Su tono, sereno e imperturbable, apaciguó las agitadas pulsaciones de Ramón.

—Menos iban a llegar: María Esther no la pone fácil —explicó, bajando el volumen de su voz.

—Es porque se confío. Cuando no estás no es así.

Y Ramón no lo dudaba, con su hermana se entendía cada vez menos.

En cambio, Max le inspiraba un profundo afecto; no solo por quien era, sino también por parecerse a su padre. Esos hoyuelos que se formaban en sus mejillas morenas al sonreír, la inclinación de la cabeza cuando algo le interesaba, incluso la forma en que cruzaba los brazos, eran un eco vivo de aquel hombre que tanto había marcado su vida. Aquella semejanza, más que cualquier otra característica, lo hacía especial y lo convertía, casi sin querer, en su hermano favorito.

A un paso del enfado, llamó otra vez a María Esther desde la puerta principal, abierta de par en par.

—¡Ya voy! —gritó la joven, y bastaron unos segundos para que apareciera por la puerta del baño.

Ramón le dedicó una mirada severa y la instó con señas a apurarse.

—Vamos a llegar tarde nada más porque no te mueves. ¿Y por qué vas tan pintada? —inquirió, cuando la adolescente salió de la casa, esquivándolo.

A continuación, cerró la puerta de un golpe, ofendido por la poca seriedad que su hermana otorgó a su cuestionamiento.

—Solo es labial y delineador. Ya no voy a la secundaria para que me estés cuidando eso —remarcó ella, acercándose a Max—. Ándale, ¿no que tienes mucho apuro?

—Apuro el que deberías tener tú, eres la que va a clases. Y mejor que no andes con novios, ¿eh? Vas a estudiar —replicó Ramón.

María Esther chasqueó con la lengua y apartó la mirada, su notable desdén incrementó la molestia de su hermano mayor.

—¡Pónganse el casco! —exigió él, alzando la voz y montándose en la moto, luego de hacer lo mismo que pedía.

Ambos obedecieron y subieron.

Fue hasta ese momento que Ramón arrancó el motor. María Esther se abrazó a su cintura con fuerza. Mientras tanto, Max, sentado detrás y aferrado con ambas manos a la parrilla trasera, mantenía el equilibrio con naturalidad, acostumbrado ya a los viajes en la moto familiar.

Por fortuna, la Italika FT150 podía meterse entre los autos con facilidad. Era una irresponsabilidad de la que Ramón estaba consciente, pero el apremio disipaba el remordimiento y ganaba muchas veces a la prudencia. Rápidamente, se abrió camino entre las filas de tráfico vehicular tan comunes en su ciudad.




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