Si lo permite la vida

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El lunes por la mañana, a solo hora y media de iniciar su primer día en el nuevo trabajo, Ramón seguía sin encontrar una línea de pensamiento cómoda, algo que le permitiera deshacerse de la maraña que había complicado su interior. Ni siquiera trabajando como repartidor durante todo el domingo logró disiparla.

No hubo una sola hora del día que no ocupara, yendo de un lado a otro en la motocicleta, rogando porque el viento enfriara lo que le quemaba dentro. Incluso estuvo a punto de protagonizar una colisión. Por suerte, la conductora, una señora mayor, había sido paciente y cedido el paso que le correspondía.

Hasta el sábado, Ramón fue blanco del hormigueo constante de la anticipación al pensar en el cambio de rutina: la vida renovada con la que soñó durante cinco años. Esa emoción se intensificó el viernes por la tarde, cuando lo llamaron para pedirle presentarse al día siguiente a un curso de inducción.

Al informar a Agustín que el sábado ya no podría apoyarlo en el taller, quien había sido su jefe durante los últimos siete años, junto con el otro ayudante, lo invitó a cenar. Se tomó un par de cervezas con ellos y luego se fue a casa.

Pensó en enviarle un mensaje a Lily para contárselo, pero, aletargado por el alcohol que no acostumbraba a consumir, temió ser impertinente y se abstuvo. La había visto el miércoles al mediodía, después de la entrevista con Recursos Humanos para las evaluaciones de rutina y formalizar su contratación. Ahí le informaron sobre los horarios, un sueldo que amplificó su alegría, y las responsabilidades.

Al salir, por mera casualidad, la vio por uno de los pasillos rumbo a la salida. Lily le regaló una de sus sonrisas y lo invitó a conocer su sitio de trabajo. Lo presentó con los dos inspectores del turno, luego conversaron unos minutos en su oficina, hasta que ella se disculpó porque debía atender otros asuntos. Fue un encuentro espontáneo, plagado de esos aleteos que ella era capaz de provocar en él.

Quiso repetirlo el sábado, y esta vez proponerle llevarla a casa.

Sabía que su curso terminaba con el turno, así que, en cuanto acabó, fue con prisa para alcanzarla antes de que se fuera. Durante la capacitación había permanecido en la misma sala de reuniones junto a los compañeros que, al igual que él, eran de nuevo ingreso. Eran pocos, apenas diez. Ahí conoció algunas de sus historias, todos iban a producción; algunos como operarios, otros como acomodadores y estibadores. Comieron en el comedor, después que los demás empleados, así que guardaba la ilusión de sorprender a Lily con su repentina aparición.

Sin embargo, al entrar al laboratorio de calidad, encontró únicamente a la inspectora que Lily le había presentado antes. La mujer lo saludó con amabilidad, intercambiaron breves comentarios y ella le preguntó si buscaba a su jefa.

—Sí —aceptó.

—Acaba de salir. Si corres seguro la alcanzas —le dijo, sembrando esperanza.

Bastó un medio giro para abandonar el lugar lo más rápido posible.

Al atravesar la puerta industrial hacia el exterior, alcanzó a reconocer a Lily a través de la malla ciclónica que rodeaba el estacionamiento; avanzaba por la acera, rumbo a la parada del autobús, cabizbaja y abrazándose a sí misma, protegiéndose del viento.

Iba a llamarla, pero estaba demasiado lejos y, además, la intención se le ahogó en la garganta al observar el vehículo costoso que se detuvo y la emparejó. Entendió que conocía al conductor, y en cuanto la vio abordar, comenzó ese malestar que seguía enraizado en sus pulmones… o en algún lugar donde no lo dejaba respirar tranquilo. No era tristeza, tampoco enfado. Era una especie de incomodidad muda, una sombra que se le pegaba a los talones y lo seguía a todas partes.

El conductor era un hombre. No logró identificarlo, pero estaba seguro.

La necesidad de llamarla, de escribirle, de cuestionarla, surgió desde esa parte primitiva que ignoraba en sí mismo. Pero aplastó el impulso al recordar que no tenía derecho a preguntar. Si todo lo que había entre ellos era un noviazgo falso… y una reciente amistad.

El peor embiste de esa oleada de displacer llegó con un mensaje de Lily.

«Hola, Ramón. Solo quería desearte el mejor de los días y el mayor de los éxitos. Te espero a la hora del desayuno en el comedor. Atentamente, tu novia falsa».

Enseguida había una carita de las que se utilizan para bromear.

Por un instante, no supo qué responder. Escribió varias veces. Nada le parecía adecuado y terminó tecleando un «Gracias» que envió de inmediato, antes de que su pulgar actuara por sí mismo y lo borrara como hizo con todo lo anterior.

Su mamá aun dormía y no quiso interrumpir su descanso; el lunes era el único día que se quedaba hasta tarde en casa. María Esther acaparaba el baño y Max recién se despertaba. Joel ya se había ido a algún lado que él ya ni preguntaba.

Se despidió de Max y salió decaído. En un movimiento que obedecía al hábito, se llevó en las manos el casco de María Esther que reposaba sobre la mesa. Solía hacerlo por si debía ir por su mamá o alguno de sus hermanos a alguna parte. Lo colgó de la motocicleta antes de ponerse el suyo y partió.

En la fábrica, y luego de pasar por todo el protocolo de entrada y agradecer por no encontrarse con Lily, fue directo al departamento de Mantenimiento e innovación. El ingeniero Salas y el otro compañero del turno se encargaron de darle una pequeña bienvenida explicándole lo básico.




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