El silencio entre las paredes de la habitación y el resto de la casa era casi sepulcral. El murmullo de su respirar, junto a los ruidos atenuados que ascendían desde la calle la hacían sentir que podía morirse y nada cambiaría.
La huella de su esencia se borraría y no habría nadie capaz de recordarla.
Tales pensamientos habían dejado de atormentarla. Al principio, cinco años atrás, hacerles frente la enloquecía.
Pero aprendió a dedicarles lo que merecían: un poco de sí misma, y dejarlos ir. Después de todo, sí había quien la amaba y la extrañaría: sus padres, Marcela, sus hermanos.
Cerró los ojos, dejando a la mente explorar los rincones de la memoria.
Eran las tres de la tarde, Olga no tardaría en llegar. Su mamá era una católica devota, jamás dejaba de acudir a misa. Cuando era niña, los obligaba a su papá y a ella a ir al primer rito dominical sin importar el clima, o que su papá refunfuñara durante todo el camino de ida y vuelta. Sin embargo, Olga había cambiado su rutina. Prefería acudir a la parroquia a la una treinta de la tarde y, después, charlar con las señoras de la congregación.
Liliana pensaba que su preferencia por el horario, más que a socializar, obedecía al hecho de que era más fácil encontrar clientes potenciales a esa hora.
Ella, por su parte, prefería permanecer en casa.
Los domingos eran un bucle infinito, donde quedaba atrapada en los segundos que le suplicaba a su cuerpo no moverse, mientras la aguja del reloj los convertía en horas.
Sin embargo, a pesar de estar cómoda, aquel domingo era distinto, como si le faltara algo.
El celular reposaba a su lado, sobre el colchón. Lo había apartado, aburrida de tanto y nada en las redes sociales. Tampoco le llamaba la atención ver una película ni ninguna de las series en su lista de opciones y, pese a sentir la ligera necesidad de buscar alimento, no quería levantarse de la cama.
Pensó una y otra vez si escribirle a Ramón. No deseaba importunarlo, y probablemente no lo haría, aun así, algo le decía que lo mejor era aguardar hasta verlo otra vez el lunes.
Cada tarde de la semana anterior, Ramón la había esperado al finalizar su turno para llevarla de vuelta a casa. Estefanía también se quedaba un rato, conversando con él. La joven parecía empeñada en develar cada detalle de su relación.
Ante ella, Liliana solo había admitido que eran pareja, sin ahondar en nada. No podía inventarse toda una historia de algo que no ocurrió... al menos, no sin ayuda.
Y mientras Ramón merodeaba entre el laboratorio y la oficina de calidad —primero hablando con los inspectores, permitiéndole a ella hacer su trabajo. Luego, sentándose en una de las sillas frente al escritorio para acompañarla— Liliana había empezado a prestar más atención a sus gestos, al lenguaje de su cuerpo, a la manera en que sus ojos buscaban los suyos al entrar al comedor o a cualquier sitio donde supiera que se encontraba.
A esa sonrisa que le dedicaba.
Llenándose la cabeza de él, no pudo evitar que el vientre se le deshiciera en cosquilleos: aleteos constantes de ansías contenidas. Algo similar le había sucedido con el ingeniero Arias al saber de su interés por ella; no obstante, con Ramón resultó mucho más intenso y duradero. Lo que Enrique Arias ofrecía en presencia y seriedad, Ramón lo compensaba con juventud y esa capacidad tan suya de hacerla sentir en casa.
«Es pura calentura», solía pensar, consciente de la necesidad de sus zonas íntimas. A ratos, parecía su maldición.
Las manos de Ramón, el ancho de su espalda, sus muslos largos, la cintura a la que se aferraba durante los viajes en la motocicleta, lo que se ocultaba debajo de su camiseta... eran todas visiones mentales que la distraían, tanto o más que su boca y el tono varonil de su voz.
¿Cómo no había notado antes lo sensual que era la vibración de su voz? Sabía la respuesta: antes no habían sostenido largas conversaciones, ni lo había visto desde ese prisma que la incitaba a explorarlo.
Si su joven novio falso había querido atraparle el pensamiento con esa petición —pequeña, pero significativa—, lo había logrado.
«Un beso» dos palabras, seis letras. Un solo significado.
Debería huir. La Liliana de unas semanas atrás lo habría hecho, reflexionó.
Ramón, por otro lado, se mostraba cómodo en su presencia; nada en sus actitudes evidenciaba algún interés de otra clase... salvo ese papel, escrito con una caligrafía medio torcida, que ella guardaba tan celosamente en un alhajero sobre el tocador, y que ninguno de los dos había vuelto a mencionar.
Él siempre era amable, atento... pero ¿interesado en ella? Llegó a sospechar que aquello había sido parte del mismo juego de noviazgo falso.
Su papá le había dicho que Ramón era un mentiroso; noble y bueno, pero mentiroso. Según Agustín, si quería, el joven también podía disimular muy bien. Asimismo, le aclaró que nunca lo hacía por mal; al contrario, si debía mentir para ayudar a otro sin perjudicar a nadie, lo hacía. Era esa clase de persona.
Sin querer, volvió a pensar en Eduardo y sus mentiras. Era increíble el distinto significado del que puede teñirse una misma acción en apariencia mala.