«Hola. ¿Cómo estás? Sí voy contigo».
Aquella hilera de palabras en la pantalla del celular acompañó el despertar de Ramón. Algo bueno había surgido de lo sucedido el día anterior.
Por fortuna, pues ya estaba por pensar que, a pesar de estar mejorando su situación, la suerte era un pozo de los deseos donde, sin importar cuántas monedas lanzara dentro, nada se le concedía.
Pero Lily había aceptado. Creyó sinceramente que todo estaría bien.
A la hora del desayuno, la encontró en el comedor. Ella solía sentarse en la última mesa, cerca de una de las ventanas, junto a Estefanía, pero esta última había cambiado de turno, por lo que Lily estaba sola.
Alzó su mano para saludarlo y él no pudo evitar regresarle el gesto con una sonrisa que le estiró los músculos faciales.
—Hola —dijo al acercarse. A continuación, puso la bandeja con el desayuno en el lugar frente a ella, y se sentó—. ¿No vas a comer nada más?
En la mesa del lado de Lily solo había un vaso con jugo de naranja.
—Desayuné en la casa. A veces me alcanza el tiempo. Y hoy se me fue el sueño muy temprano.
Ramón vio su comida, unos chilaquiles rojos que se veían de lo mejor. Tomó un bocado con el tenedor y se lo ofreció.
—Ándale, prueba. Solo poquito.
Lily sacudió la cabeza, subió los brazos a la mesa —doblados y apoyados en los codos—, y ocultó una sonrisa detrás de ellos, cabizbaja.
Sin embargo, no tardó en volver a mirarlo, con el rostro recargado sobre sus manos unidas y esa expresión traviesa que le concedía la razón.
—¿Cómo es que siempre me descubres? —exigió y abrió la boca para recibir el alimento.
—Ya te dije: tu mamá me contó que no comes bien.
—Y yo te dije que es muy exagerada. Ni hambre tengo.
—¿Y por qué te los comes? —contraatacó, dándole otra probada que ella devoró al instante.
—Porque están ricos.
—Mentirosa.
—Ni que fuera tú. —Lily ladeó la cabeza y entornó la mirada.
—Yo no soy mentiroso.
—¿No? ¿Entonces dime qué tienes? ¿No dormiste bien?
—¿Por qué lo dices? —respondió, ofreciendo el tercer bocado sin haber probado él ninguno.
Ella tenía razón. Tras la discusión con María Esther, había vuelto a la casa envuelto en un manto de algo que no sabía ni cómo acomodarse dentro.
Su hermana le había lanzado una bola de fuego que se apoderó de su cabeza sin que supiera sofocarla. Tuvo la idea de hablarlo con su mamá, pero Antonia solía minimizar comportamientos de sus otros hijos que para él eran inaceptables.
Desde que tenía memoria fue así, incluso su padre solía decirlo, que era muy consentidora... con todos menos con él.
Suponía que era el destino del mayor: ser el ejemplo.
Que poco le había servido para que sus hermanos tomaran mejores decisiones.
—No sé... ¿Sí pasó algo?
—María Esther, que a veces no sé qué se cree.
—¿Y si le preguntas?
—Cómo si me fuera a decir, no me quiere ver ni en pintura. Se la pasa moviéndole el tapete a todos los del barrio, en la escuela igual. Andan un montón de güeyes detrás de ella. Y ella: feliz, dándoles vuelo. En lugar de ponerse a estudiar, la hija de su...
—¿De tu mamá?
Ramón se rio, dándose cuenta de su imprudencia.
—Voy por mis chilaquiles. Si no, me voy a acabar los tuyos. Y me sigues contando.
Lily hizo el ademán de ponerse de pie, pero él la detuvo con una seña.
—Quédatelos. Yo traigo otros. —Sin darle tiempo a replicar, giró la charola y se la puso enfrente.
A continuación, se levantó y fue por el platillo prometido. Antes, lanzó una mirada para disfrutar de la sonrisa de ella, que, con mucha discreción, volvía a probar la comida.
Por la manera en que siguió alimentándose, supo que no se había equivocado.
Así se le fue de las manos la media hora destinada al desayuno.
No pudo evitar que, entre probada y probada de alimento, asomara el nombre de Joel, seguido de expresiones que denotaban la frustración, nacida de las vísceras, que su hermano le provocaba. Esos dos eran su dolor de cabeza, uno que solo había compartido a medias con su mamá, porque poca gente lo iba a entender. O casi nadie.
"Ni que fueran tus hijos" le había dicho la única amiga en la que confió alguna vez. Una muy distinta a Lily.
La hermosa mujer frente a él lo escuchaba asimilando cada una de sus quejas, sin apurarse a agregar algo, sin dar sugerencias no pedidas; acompañándolo de una forma silenciosa, pero sostenida.
Ella entendió que, pese a que era que no eran sus hijos, no podía deshacerse de esa opresión que se apoderaba de él al pensar que podía pasarles algo malo, que podían elegir un camino lejano a lo que su padre les quiso enseñar y ya no alcanzó.