Ivana solo tenía diez años. Vivía en una casa de barrio, un padre bancario y una madre ama de casa. Tenía dos hermanas, Pamela y Mile, una de siete años y otra de tres. Y también contaba con amigas, vecinas de la esquina: Euge, catorce, Viki, doce y Susana, de la misma edad que ella y a la que amaba profundamente, con la que compartió toda su infancia y transitó su adultez. Nada que no le sucediera a alguien de su edad.
Iban todas a la misma escuela, a dos cuadras de casa. Fueron los mismos días para ambas amigas: por las mañanas ir a clases, a la tarde deberes y dibujos animados y luego la vida se transformaba en juegos: en los fondos de cada una de las casas primero y luego a la calle, cuando al caer de la noche las familias salían a las veredas con sillas, los más jóvenes simplemente se sentaban al borde de las acequias, mientras sentían la delicia del agua fresca serpenteando por los pies, calmando en parte el calor acumulado en el cuerpo, que parecía fuego del infierno en enero en San Juan. La diversión iba de la mano de las rondas, el tejo, la mancha venenosa, las bicicletas, payana, la escondida. Y los adultos se distendían con el truco, los hombres ya habían vuelto de sus respectivos trabajos, mientras que las señoras conversaban y algunas tomaban mate. Las noches eran maravillosas, el cielo transparente, las estrellas brillantes competían con las luciérnagas, insecto que desapareció con el paso de los años. El pavimento y las amplias veredas sanjuaninas (se hacían grandes porque cuando había temblores la gente sacaba los colchones y dormía afuera) se transformaban en una misma pista para ser felices con lo poco y lo simple: sin pantallas salvo la de algún televisor en blanco y negro que se prendía solo en determinados horarios, para ver la novela o los dibujos infantiles. Tampoco contábamos con aires acondicionados, ni celulares, solo algunos privilegiados tenían teléfono fijo; todo era crear, inventar sobre la marcha y divertirnos, con poco dinero, sin ningún estrés, cortando uva del parral y tomando agua cristalina del canal. Qué más podíamos pedir, si hasta los Reyes Magos caminaron los seis de enero de cada año de niñez por nuestras galerías y comedores…
Era fácil en aquella época alcanzar y sobrepasar los cuarenta grados centígrados, cuando no había más que un solo ventilador enorme para toda la casa, que tiraba tan fuerte el aire y con tanto ruido que la pequeña Ivana imaginaba estar en medio de un tremendo tornado, a punto de ser expulsada hacia otro lugar del planeta por la fuerza de los vientos… Cuánta magia. Cuánta luz en el alma.
Ya entrados los años 70, el mundo comenzaba a sufrir importantes cambios a nivel social y espiritual, el cine inauguraba la década de películas catastróficas como Aeropuerto, Pánico en el puente, en el 79 Meteoro y de terror como Nosferatu, finalizando la década y en 1974 para la Argentina la que marcó un hito en la cinematografía mundial: El Exorcista, que los pequeños vimos muchísimos años después, de adultos, pero que absorbimos de todas maneras por los comentarios de nuestros familiares, que además le agregaron todo tipo de aseveración terrorífica: “Desde que la vi no duermo de noche porque siento ruidos”, “la Carlota ve sombras que andan por toda la casa desde que vio la película en el cine”, “el Mencho tuvo un infarto del miedo que le causó esa película”, “mucha gente está oyendo al Diablo a la noche” y otras delicias que los niños absorbíamos detrás de las puertas. Pero nada más atrapante que haber aprendido lo sencillo que era armar una Ouija, el elemento que utilizó Regan en la aterradora película para comunicarse con el Capitán Howdy, que resultó ser el Innombrable.
La Ouija o el Juego de la Copa, como lo conocíamos, se armaba solamente escribiendo el abecedario y los números en papelitos cortados con los dedos, los que se distribuían en círculos alrededor de una copa de vidrio dada vuelta. De esta manera, los participantes de la improvisada y precaria sesión de espiritismo colocaban sus manos una arriba de la otra sobre la copa sin tocarla y comenzaba la acción: “hay alguien allí? Cuál es tu nombre? En que año moriste y por qué?” y otras tantas pavadas que se nos ocurrían para “hacer contacto”. Tampoco faltaban quienes intentaban comunicarse con parientes y amigos. Si todo resultaba según lo previsto, la copa debía moverse por sus propios medios marcando en el abecedario la respuesta. Ese sería la respuesta del espíritu invocado.
Es así como una tarde, cuando ya empezaba a caer la noche y en ocasión de que los padres de las amigas de Ivana no estaban, Euge, la mayor, entusiasmó al resto para jugar con la ouija, ya que ella y sus amigas adolescentes sabían cómo hacerlo. Congregadas alrededor de la mesa del comedor de la casa, Euge puso la copa y alrededor los papelitos. Estuvieron todas las niñas presentes, pero solo una no quiso participar presa del temor que le causaban esos temas, además de ser la más pequeña del grupo. Pamela, de carácter un tanto tímido y siempre de la mano de Ivana, es la que se quedó sentada en el sillón, lejos de la mesa y sin participar, negándose rotundamente a integrar el juego y casi al borde de las lágrimas por una profunda ansiedad.
Entre el miedo y la expectativa comenzó la partida. Las cuatro niñas pusieron sus manos suspendidas encima de la copa, sin tocarla, mientras la más grande invocaba: “Quién está allí?”. Fue entonces cuando sucedió algo verdaderamente extraordinario, ya que la copa empezó a moverse por sus propios medios, indicando cada letra hasta formar un nombre: “John”. Y aquí comenzó lo que cambiaría la historia de la vida de cada una de las participantes y sus familias…