Muchas veces necesité… y no encontré.
Muchas veces busqué… y tampoco hallé.
Muchas veces grité… y nadie escuchó ese lamento.
Y muchas veces sonreí… y todos pensaron que esa sonrisa era real.
He necesitado demasiado… y muchas veces, todavía necesito.
Pero nunca nadie ha estado.
A veces pienso que estoy sola.
Es un pensamiento que da vueltas en mi cabeza,
que se arremolina entre millones de ideas.
Antes sentía esa soledad aún más intensa,
porque necesitaba… y no encontraba.
Con el tiempo, me di cuenta de algo:
no siempre hay personas para hallar.
Y creo que nunca las voy a encontrar.
Entre tantas cosas que busqué, descubrí otras que no esperaba:
encontré libros, encontré tinta, y encontré papel.
Entendí que ya no buscaba personas,
que ya no deseaba que alguien me escuchara
solo para, al final, no comprenderme.
Después de largas horas de hablar con otros
y sentir el vacío,
descubrí que lo que en realidad necesitaba mi mente
era volcarme en páginas.
Escribir…
y gritar a través de letras y párrafos todo lo que sentía.
Mis dedos lloraban junto con mis ojos.
Las lágrimas resbalaban por mi rostro
y se mezclaban con la tinta en el papel,
difuminando el dolor.
Cada párrafo, cada hoja que vuelvo a leer
expresa lo que en su momento no pude decir:
dolor, lágrimas, sufrimiento, llanto…
y en muy pocas veces, algo de alegría.
No hace falta leerlo como un lector para darse cuenta.
Solo con ver esas páginas puedes sentir
el peso del sufrimiento que viví.
Pero si tú, lector, leyeras esas páginas con el corazón,
te darías cuenta.
Sentirías ese dolor como si fuera tuyo.
Y lo más fuerte sería saber que ese dolor…
lo escribiste tú misma.
La herida se abre lentamente,
como si un bisturí cortara,
no piel, sino recuerdos, realidades.
Lo que una vez intentaste olvidar.
Duele más.
Duele al releerlo.
Duele porque lo escribiste tú.
Después de buscar tanto
y seguir sintiéndome sola,
entendí algo más profundo:
a veces, no necesitas a las personas.
Cuando necesito un abrazo,
las páginas me arrullan.
Cuando necesito llorar,
las hojas en blanco se llenan con mi frustración, con mi dolor.
Pasan de estar vacías
a rebosar de lo que siento.
Porque entendí que era mejor rayar páginas
que rayarme a mí misma.
Comprendí que escribir me ayuda más que hablar.
Escribo con sinceridad todo lo que nunca pude decir
a la poca gente que estuvo junto a mí.
Eran tan pocos,
que a veces podía contarlos con los dedos.
Y cuando más necesitaba… nadie estaba.
Y cuando más necesité…
no fue alguien quien apareció,
sino los libros.
Ahora, cuando me siento sola,
me sumerjo.
Leo.
Escribo.
No significa que ya no necesite.
Siempre necesitaré.
Creo que toda la vida seguiré necesitando cosas,
sobre todo personas.
Pero ya entendí que muchas de ellas nunca van a estar.
Lo que sí estará siempre es la tinta y el papel.
Porque cuando el mundo se calla, ellos me escuchan.
Cuando no puedo con todo, ellos lo sostienen por mí.
Escribo para no desaparecer.
Escribo para soltar, aunque sea una gota
del torbellino que habita en mi interior.
Y sigo escribiendo
para olvidarme de todos los que necesité y no estuvieron.
Escribo tanto que a veces olvido la realidad.
Olvido que necesito un abrazo,
una palabra de aliento,
un beso en la frente,
alguien a mi lado.
Escribo hasta olvidarlo todo.
Porque lo que para muchos es solo una página,
para mí es vida.
Y mi mano, guiada por mi corazón,
escribe lo que callo.
Es mi terapia:
una silenciosa y callada,
pero más profunda que cualquier conversación vacía.
Alivia más que mil consejos que muchas veces no ayudan.
He escrito millones de hojas.
Ya perdí la cuenta.
Algunas hablan de dolor,
otras de los momentos en los que fui fuerte,
de lo valiente que fui al encontrarme entre tantas palabras.
Y aunque necesitaba a los demás,
antes de seguir buscándolos…
encontré algo mejor:
la tinta y el papel.
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