Las puertas del ascensor se abrieron y una docena de empleados de la oficina, con trajes bien planchados, carpetas en mano y tazas de café a medio beber, se quedaron boquiabiertos con la singular escena.
Nathan Adams, CEO de Industria Adams, era visto por sus empleados como un hombre imperturbable y frío, y ahí estaba, con un niño abrazado a sus piernas.
Nadie se atrevió a hablar.
Una joven pasante dejó caer su libreta, lo que provocó que un director de área frunciera el ceño y que otros apartaran la mirada con torpeza.
— ¡Papá, no me dejes! — Sollozó Dan, ajeno a las miradas críticas. — Yo te quiero.
Nathan tragó saliva y sin darse cuenta, sus manos se movieron. Una se posó sobre los rizos de Dan y con la otra levantó al niño que se había arrodillado a sus pies. Eso fue suficiente para que el llanto del pequeño se convirtiera en un silencio absoluto.
La cafetería de Industria Adams, ubicada en la planta 25, ofrecía unas impresionantes vistas de la ciudad, pero no eran esas vistas lo que captaba las miradas de todos, era Nathan Adams en compañía de un niño pequeño.
Dan masticaba una deliciosa magdalena de chocolate, mientras que Nathan martilleaba la mesa con uno de sus dedos.
— Tu madre, vino contigo, ¿no? ¿Dónde está? — Le preguntó Nathan, con la mandíbula tensa.
Dan alzó los hombros y agarró después su vaso con zumo de naranja.
— No sé.
Nathan frunció el ceño.
— Escúchame, Dan… — Pronunció su nombre. — No quiero hacerte daño, pero no soy tu padre. Esto… Nada de esto tiene sentido.
Dan dejó de beber su zumo de naranja, su expresión parecía dolida, pero luego dejó el vaso en la mesa y se llevó la mano al pecho. Allí tiró de una fina cadena plateada que llevaba al cuello. De ella colgaba una medalla.
Era pequeña, redonda, con unas letras grabadas en una de sus caras. “Siempre contigo”.
Nathan dejó de respirar. Extendió la mano lentamente y tocó la medalla con la punta de sus dedos, como si no pudiera confiar solamente en lo que sus ojos veían.
Aquella misma medalla la había tenido en sus manos años atrás. Él se la había dado a la única mujer que logró tocar su corazón.
— ¿Quién… quién te dio esto? — Susurró Nathan, con la voz quebrada.
— Mi mamá. Dijo que mi papá se la dio.
Nathan se recostó contra el respaldo de la silla. ¿Podría ser? ¿Era realmente posible… ?
Parecía imposible, pero a la vez, todo encajaba. La edad de niño, el color de sus ojos, la medalla y la certeza con la que lo llamaba “papá”.
— ¿Cómo es tu mamá, Dan? — Preguntó, con la voz más suave que había usado en años.
El niño se puso pensativo.
— Ella es bonita. Su piel es muy suave y calentita, y toda ella huele a flores. Es buena y alegre… — Su expresión se volvió triste y le confesó. — Aunque a veces la escucho llorar en su cuarto cuando estoy en la cama.
Nathan volvió a tragar saliva, apoyando las palmas de su mano en la mesa.
— ¿Ella te habló de mí?
Dan asintió.
— Dijo que no sabías de mí, pero que cuando me conocieras me ibas a querer tanto como ella.
Nathan desvió la mirada hacia la ventana. En su reflejo se vio cinco años más joven, cuando para él nada importaba más que la mujer de la que estaba locamente enamorado. Y vio el reflejo de un niño que balanceaba las piernas bajo la silla y lo miraba con la admiración que un niño solo mira a un héroe o a un padre.
— ¡Dan!
El grito de una voz femenina lo hizo regresar. Esa voz era inconfundible, incluso después de tantos años.
Emily se acercó con la respiración agitada, su cabello castaño y ondulado cayéndole sobre los hombros y los ojos al borde de las lágrimas.
— ¡Mamá! — Dan se alegró de ver a su mamá y se bajó de la silla, corriendo hasta ella.
— Dios mío, Dan, ¿estás bien? — Le preguntó Emily, alzándolo en sus brazos.
— Lo encontré, mamá.
Nathan se puso en pie, observándola con el corazón golpeando su pecho. Era ella. Emily. Su Emily. Más delgada, más cansada, pero seguía siendo ella.
Emily, aún con el niño en brazos, lo miró por primera vez. Solo fue un segundo, luego apartó la vista.
— Lo lamento. — Dijo, apenas audible. — No debió pasar esto. Fue un error.
— ¿Un error? — Nathan frunció el ceño y dio un decidido paso hacia ella. — Emily, ¿ese niño es… ?
— No. — La voz de ella sonó firme. — Él no es tu hijo.
Dan miró a su mamá con sorpresa.
— Si que es mi papá, mamá. ¡Tú lo dijiste! — Dijo Dan.
— No, no lo dije.
— Sí lo hiciste. — Dan arrugó su frente. — ¡Mientes! Él es mi papá, ¿por qué estás mintiendo?
— ¡Me confundí! — Elevó entonces Emily la voz. Dan forcejeó en sus brazos. — ¡Dan, basta! — Le ordenó, con un tono bajo pero severo.
El niño, sorprendido, se quedó quieto.
Emily volvió a mirar a Nathan, sin dulzura, ni calidez, solo una máscara fría y de dignidad.
— Gracias por cuidarlo.
Luego se dio la vuelta y pasó junto a Clara que había contemplado la escena con su tablet y carpeta pegado al pecho. Con una expresión de desconcierto ante los acontecimientos.
— Señor… — Solo se pronunció Clara al ver al CEO caminar detrás de la mujer y el niño.
— Emily. — La llamó Nathan. — ¡Emily, espera! ¿Por qué haces esto? — Ella no se detuvo, continuó caminando más rápido. — ¡Solo quiero saber si el niño es mío!
Emily se giró de golpe. Sujetaba con fuerza a Dan en sus brazos.
— No es tuyo, Nathan. Déjalo así, por favor. — Le suplicó y entonces, sin darle la oportunidad a réplica, se giró y se fue.
Nathan se quedó en mitad de la cafetería, con las miradas encima de él y un silencio absoluto.