Nathan se mantenía de inmóvil, de pie frente al ventanal de su despacho frente a las imponentes vistas de la ciudad. A sus espalda, se extendía el despacho estilo minimalista y pulcro, pero él no veía nada de eso. Veía la azotea de la Torre Adams.
Nathan había preparado todo para una noche especial. La mesa redonda vestida de blanco dos copas altas de cristal, velas encendidas, y un pequeño tocadiscos con una melodía suave.
Emily llegó con un vestido azul oscuro, el cabello suelto, con unos mechones que se mecían con la brisa que corría en la azotea. Al verla contener esos mechones con la mano, Nathan sintió cosquillas en el corazón.
Esa noche, rieron, comieron poco, hablaron mucho. El mundo entero se redujo a ellos en aquella azotea y bajo el cielo gris.
Fue cuando el postre estaba a medio terminar, que Nathan se levantó y sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo negro. Emily lo miró sin moverse.
— Nathan… No… Yo no puedo casarme. — Susurró, sin querer darle un final nefasto a esa noche tan especial, sin querer, por nada en el mundo, hacerle daño.
Nathan entonó una cálida sonrisa, acompañada de una sutil risa.
— No te preocupes, no es un anillo. — Le dijo.
Se acercó a ella, se inclinó con cuidado y abrió la caja. Dentro, una cadena de plata fina con una medalla redonda, del tamaño de una pequeña moneda.
Emily la tomó cuidadosamente con sus dedos, leyendo la inscripción "Siempre contigo"
— Oh, Nathan. — Las lágrimas se aglomeraron en los ojos de Emily.
— Es para que nunca lo olvides. — Dijo Nathan, con voz cálida. — Estemos donde estemos, siempre voy a estar contigo, Emily. Mi corazón te pertenece.
Emily asintió emocionada.
— Y el mío te pertenece solo a ti.
Nathan se acercó más a ella y la abrazó sin necesidad de pedir permiso.
— Te amo. — Murmuró en su oído.
Se miraron mutuamente a los ojos, y sus labios sellaron con un tierno beso el amor que desprendían sus corazones.
Nathan parpadeó frente al ventanal, su pecho ardía en el eco de aquella noche.
Emily sostenía una taza de té caliente, mientras apoyaba las manos en la mesa de la cocina. Al otro lado de la mesa, su madre, Melody, estaba sentada frente a ella.
— ¿Te has vuelto estúpida? ¿Cómo se te ocurre, Emily? — Soltó Melody, con una furia que parecía demasiado para su cuerpo delgado y cansado. — ¡Después de todo lo que esa familia nos hizo! ¡Te hizo a ti y a tus hijos!
Emily dejó la taza de té.
— ¿Y qué iba a hacer, mamá? El hospital no nos da más plazo para pagar y a nosotras casi no nos da para vivir.
— Paparruchas. ¿Acaso te ha faltado un plato de comida? ¿Le ha faltado a Dan? ¿No, verdad? — Replicó Melody, golpeando la mesa con la palma de la mano. El golpe hizo temblar la cuchara dentro de la taza de té. — Nos las habríamos arreglado, como siempre. Pero no así. No volviendo a esa gente.
Emily apretó los labios con indignación.
— Esa gente también son familia de Dan y Missy. Sé que no te gusta, pero qué otra opción tenía.
— Podía haber pedido un adelanto a la señora Pilar.
— ¡¿Por qué diantres eres tan testaruda?!
Melody se levantó bruscamente, cayendo la silla con fuerza al suelo.
— ¡No me levantes la voz!
Emily respiró profundamente.
— Hoy he visto a Nathan. Dan lo ha visto y lo ha reconocido. — Le contó a su madre, unas lágrimas se asomaron para ser derramadas desde sus ojos.
— No pronuncies su nombre en esta casa. — Dijo Melody. — Nathan Adams te destrozó la vida.
— Mamá… — Emily se acercó a ella y con sus manos temblorosas, tomó las manos de su madre. — ¿Por qué mis pequeños tienen que vivir mal y crecer sin un padre, cuando tiene uno que podría darles de todo?
— Escuchate, estás hablando del hombre que prefirió creer a su familia antes que a ti. El hombre que te abandonó. — Melody soltó sus manos y negó con el rostro serio. — Si vuelves a caer, ten por seguro que esta vez no te ayudaré.
El silencio cayó de golpe, mientras Melody abandonó la cocina dejando sola a su hija y el reloj de pared marcaba los segundos, imperturbable.
Desde el pasillo, tras una rendija de la puerta entreabierta, Dan observaba y escuchaba en silencio. Era pequeño para entender todo lo que su madre y su abuela se habían dicho, pero había escuchado su nombre, el de su hermana y el de su papá.
En la cocina, Emily se secó unas lágrimas de sus mejillas. Desde allí, podía ver a su madre en el salón, sentada en el sofá, con la espalda encorvada y las manos entrelazadas sobre su regazo.
Entonces Emily escuchó un ruido proveniente del pasillo, de la habitación de los mellizos.
— Dan… — Susurró, caminando con rapidez hacia el pasillo.
Al entrar en la habitación, solo prestó atención a dos cosas, Dan no estaba y la ventana se encontraba abierta.
Se acercó corriendo a la ventana, asomándose. Vivían en una pequeña casa de una sola planta.
— ¿Qué pasa? — Preguntó Melody, con la voz fría.
— Mamá. — Emily regresó a la habitación, alejándose de la ventana. — ¡Dan no está!
— ¿Qué… qué dices?
— No está. Y la ventana está abierta. Debió escucharnos discutir y…
Melody se llevó una mano a la boca, hasta que se le ocurrió algo.
— El hospital… quizás fue a ver a Missy. — Dijo.
— Tú ve al hospital. Yo buscaré por el barrio.
Melody asintió, nerviosa, y un silencio se formó entre las dos.
— Lo siento, hija. — El remordimiento se asomaba en sus ojos.
— Démonos prisa. Me preocupa que anochezca y Dan esté solo por la calle. — Habló Emily.