Hedala, 7 de abril del 2018
Querida yo:
De nada te sirve levantarte de la cama en las mañanas si realmente no estás despierta:
Ya no puedes seguir metida hasta el cuello dentro de esta película que te armas, en la cual las cosas son como antes: Eloisa sigue en Hedala, viviendo tan cerca de ti que cuando te concentras lo suficiente puedes oír su voz murmurándole a las plantas, que están en el alfeizar de la ventana que da a la calle, que por favor crezcan; tu mamá no ha muerto ni te ha dejado preguntándote cómo vivir sin ella; y tu papá ausente, que nunca te reconoció como hija, resulta ser un admirado y destacado héroe (en lo que sea) que no sabía de ti y compungidamente te pide, TE RUEGA, que recuperen el tiempo perdido.
Necesitas, URGENTEMENTE, despertar.
O ahogarte en una cantidad tan copiosa de trabajo, que no le quede a tu cerebro más opción que eliminar cualquier pensamiento coherente por falta de energía. Pero…
Basta.
¿A quién engañas?
Ni si quiera a ti misma.
Es por eso que decidiste sentarte frente a este documento en blanco en primer lugar: No importa cuánto trabajo hagas, no importa cuán poco duermas, no importa cuán agotada estés: siempre, siempre, siempre habrá un segundo, apenas un parpadeo del tiempo, en el que los pensamientos que quieres evitar se inmiscuirán y te sobrecargarán los sentidos.
Ella. Siempre ella.
Un rio de cabello rojo: aguas revoltosas que cobran vida, una llama del fuego más ardiente, lava que recorre un lento y sinuoso camino, la explosión de un millar de flores naranjas durante la primavera de los cámbules, las hojas de otoño que caen del cielo como lluvia, los arreboles justo antes de que el sol desaparezca en la línea del horizonte.
La forma en la que su hermoso pelo toca tímidamente sus hombros, como si cada bucle prodigara caricias inseguras, pero esperanzadas.
Nunca te cansas de buscarla ¿verdad?
No puedes.
Ella es cada pelirroja que logras ver entre el mar de personas de la ciudad, al menos durante unos segundos. Pero entonces la ilusión desaparece y ya no puedes engañarte ni a ti misma ni a tus ojos para que siga persiguiendo fantasmas.
Después llegas a tu nuevo “hogar” y, sólo a veces, –todos los días- te diriges a la mesita de noche donde guardas un suéter grande, de color verde oliva, que aún conserva el olor de ella: tierra, aire y pino.
Nunca logras detenerte a ti misma: te pones el suéter, te recuestas en la pequeña cama de tu asqueroso apartamento y piensas en su cuello, libre de prendas, latiendo con un pulso tranquilo, casi imperceptible. Su piel pálida como el mármol de las esculturas y suave como la seda, como si toda su persona fuera una referencia a “La virgen del velo” de Giovanni Strazza.
Y su clavícula. Podrías hablar días de su clavícula: la forma en la que quieres llenarla de besos. Enseñarle con cada toque que el amor no siempre se marchita y muere.
Pero no puedes hacer nada de eso, y lo sabes muy bien.
Ahora estás llorando porque la extrañas, pero sobre todo porque odias tener que perder a otra persona que te importa. Y se siente como eso, una perdida: como si ella fuera un río de aguas calmas que regala paz a borbotones y tú estuvieras caminando en dirección opuesta, hasta que llega un punto en el que el sonido desaparece y sólo te queda añorarlo.
O como si ella fuera algo esencial, un corazón, y sin previo aviso te lo hubieran arrancado del pecho.
Sientes que ha pasado un siglo desde la última vez que la viste, que la tuviste tan cerca como para tocarla. Te arrepientes de no haberla abrazado con más fuerza cuando tuviste la oportunidad.
Es extraño, y te encuentras paralizada del miedo, porque puedes sentir como, a cada segundo que el reloj avanza, se te escurren los recuerdo, los pequeños detalles, las cosas nimias, y no te queda más opción que abrazarte al pasado tan fuerte, que te ahogas a ti misma en el proceso.
La Primera Bendita te perdone por ser tan estúpida como para enamorarte aun sabiendo, desde el momento en que comenzaste a amarla, que ella era un imposible.
Atentamente.
Kali.