Hedala, 16 de abril del 2018.
De: Kali O’Neill
Para: Eloisa González
Estoy en una habitación pequeña y abigarrada de cosas. Es de noche y, por lo que veo desde mi ventana, está tan oscuro que las estrellas asemejan destellos de escarcha nerviosos y vacilantes. Ni siquiera tengo la ventana abierta, porque, como tú estás lejos, no tengo quien se atreva a atrapar y sacar los insectos que se ven atraídos por la luz. Estoy a oscuras, la única luz que me aleja de la horrible oscuridad es la proveniente de laptop en la que escribo esto. Estoy abrigada completamente: ropa interior, camiseta, pijama, medias, suéter, pantuflas... Entonces, ¿Por qué siento que me encuentro al aire libre, expuestas a todas las inclemencias del clima, completamente desnuda? ¿Por qué siento que, aun en una habitación cerrada, acabo de ser golpeada por un rayo?
Me siento tan expuesta, tan nerviosa, que, sin importar cuanto escriba o cuanto intente cubrirme, sé que nunca podré devolver las cosas a como solían estar. Nunca más podré dejar de estar desnuda. Nunca podré volver a ocultar la verdad. Y la verdad es que Te amo, Eloisa Sofía González, tan profundo que nunca podré superarlo, y tan fuerte que dirige el rumbo de mi vida.
No fue mi intención que tú leyeras mis sentimientos, y si lo hiciste fue, como tu misma lo dijiste, por un accidente torpe de mi parte.
Así que, como ahora no tengo nada que perder ni nada que esconder, quiero decirte lo que siempre quise decirte, pero nunca encontré el valor de expresar:
Creo que una parte de mí lo supo desde el momento en el que te conocí, cuando ambas éramos sólo unas crías y tú apenas habías descubierto que existían más personas diferentes, bichos raros como nosotras.
Mi madre siempre quiso ayudar a otros, así era ella. No me extrañó en lo más mínimo cuando me miró a los ojos una mañana, poco después de haber regresado de Franles, y me dijo:
—Vístete, cariño, alguien necesita nuestra ayuda.
—¿Y por qué tenemos que ayudarle si no es nuestro problema? —Le pregunté yo, bastante resentida por haber dejado la ciudad en la que nací.
—Porque todos necesitamos un amigo.
—¿Incluso cuando esa persona no nos ha ayudado primero?
—Incluso entonces. Vamos, sé que ella va a agradarte.
Fuimos a la sede de la Orden del Bendito, y allí estabas tú, una chica bajita y delgada, con el cabello más rojo e indomable que había visto en mi vida. Recuerdo que te encontrabas sola, pareciendo asustada e impresionada al mismo tiempo, y que cuando viste a mi madre te calmaste, como si fueras consciente de que todo saldría bien. Entonces me acerqué a ti y te dije:
—No me agradas.
Y tu reiste, tomaste mi mano y dijiste:
—Tú a mí sí. ¡Mira tu aura! ¡Es preciosa!, cómo rubí, jade y diamante. ¡Tan bonita que podría mirarla para siempre!
Recuerdo que me alejé de ti, pensando que eras la persona más loca que había conocido y tú asentiste ensimismada, sin prestarle atención a mi reacción, y afirmaste muy seria:
—Seremos mejores amigas, no hay de otra. ¡Sólo mírate! Eres una chica apasionada y leal, puedo verlo, ¡y eso me encanta!
Esa tarde, luego de que te ayudamos a acomodar tus escasas pertenencias en tu nuevo cuarto, que quedaba junto al mío, en la casa en las colinas que solía ser de mis abuelos y luego pasó a ser de mi madre, recuerdo que fuimos juntas a un museo y que, cuando mi madre comenzó su cháchara sobre el arte y las pinturas, tú la escuchaste fascinada, a diferencia de los amigos que había tenido antes que la miraban como si fuera una molestia.
Entonces supe que seríamos buenas amigas y que no sería tan fastidiosa que vivieras con nosotras.
Pero no me di cuenta de que estaba enamorada de ti hasta que mi madre falleció.
Todo el funeral fue un borrón que incluso hoy en día no recuerdo: yo estaba tratando de distanciarme, dejar mi cuerpo atrás para que mi alma se fuera a otra parte, pero tú sostuviste mi mano y fuiste mi ancla. Tú terminaste de leer el discurso que había preparado en honor a mamá pero que no tuve la fuerza de leer completo, tú sostuviste mi cabello cuando vomité en los baños en medio de las palabras de agradecimiento de parte de el Primero, Augusto, tú me ayudaste a empacar las cosas que necesitariamos para vivir en los apartamentos cerca de la sede, bajo la custodia de la Orden.
Y cuando todo estuvo listo, recuerdo haberme tirado en la cama a llorar porque sentía que ya nada tenía sentido debido a que lo había perdido todo.