«Siete meses».
«Siete meses».
«Siete meses».
Esas dos palabras seguían retumbando en mi cabeza incluso seis meses después de que el mundo hubiera colapsado sobre mí destruyéndose en mil pedazos. Sé que suena un poco dramático, pero lo fue.
Siete meses o veintiocho semanas o doscientos diez días o cinco mil cuarenta horas… Cada vez que hacía las matemáticas, perdía un poco más el sentido del tiempo.
No importa de qué manera lo contara, siete meses me sonó a una eternidad cuando mi amiga Daniela me dijo pausada, lenta y compasivamente que es el tiempo que se necesita estar sin contacto con alguien para sacarlo por completo de tu sistema, mientras me saltaban lágrimas de los ojos como en las caricaturas japonesas. «Siete meses» era lo único que podía escuchar en mi cabeza. Empezaba la cuenta atrás.
—Siete meses, my love, solo necesitas siete meses sin verlo, sin escuchar su voz, sin tocarlo, sin sentirlo. Después, esta tristeza que no te deja respirar, ya no te dolerá más. Vas a poder verlo sin sentir que necesitas abrazarlo... o matarlo. Solo siete meses. —Me acariciaba el pelo y me miraba con la cara llena de tristeza y miedo. Sus palabras venían cargadas de dulzura, pero a mí me sabían más amargas que un gin-tonic.
Todo el que me rodeaba parecía aterrorizado, como si estuvieran esperando a que me entrara un ataque de locura y me rapara la cabeza —como la Britney—, o que de pronto explotara una bomba dentro de mí. Sus sospechas eran ciertas, algo en mí estaba a punto de explotar. Era solo cuestión de tiempo.
Tic-tac, tic-tac…
—Solo siete meses, my love —me repitió. Sus dedos pasaron limpiando, con suavidad, las lágrimas que se me deslizaban por los cachetes sin cesar.
¿Solo? ¿Solo? ¿Solo?
Estaba claro que mi amiga no entendía lo que era estar veinticuatro horas sin ver esos ojos color gris claro, que la gente normalmente confundía con azules por no mirar detenidamente; acorazados por una línea más oscura que les daba un contorno perfecto; y enmarcados por un par de cejas marrones pobladas, que dotaban de fuerza y tono a ese perfecto cielo azul grisáceo en la mirada.
Ya me parecía un tormento estar un día sin ver ese lunar a lo Cindy Crawford, perfectamente coloreado, entre la nariz y la boca. ¡Esa boca, Dios mío!, con sus dientes alineados a la perfección y esos labios deliciosos que se engrosaban de fuera hacia dentro y que encajaban perfecto con los míos, delgaditos y besucones. ¡Veintiocho semanas sin ellos! Sin oír esa voz grave pero delicada, susurrándome su amor en francés; que tenía la característica de producirme escalofríos con solo un mon amour. Doscientos diez días sin tocarlo, sin sentir su piel rozando, sudando y fundiéndose con la mía. Siete meses, y ¿luego qué? Toda una eternidad sin sus besos. Siete meses sería solo el principio de una vida entera sin él.
Sus palabras querían ser una esponja para mis ojos, que parecían tener una fuga en los lagrimales, pero en lugar de consuelo sentí que me metían el corazón al congelador. Siete meses sonaba peor que una tortura medieval, de esas en las que se martiriza a la víctima con una gota de agua cayendo sobre su cabeza, con un cierto ritmo y frecuencia. Estoy segura de que antes de morir por el agujero en el cerebro se sobrepasa la locura a causa del fastidioso golpeteo.
Sabía que mis amigas intentaban hacerme sentir mejor, y quería agradecerles la intención, pero me era imposible, no podía expresar palabra a causa de mis sollozos.
Pensaba en dormir para salir de esa realidad y sumergirme en otra menos dolorosa, pero mis invitados estaban a punto de llegar, sin contar que pestañeaba y los ojos me ardían.
Por suerte, mis mejores amigas, con las cuales compartía el techo y por lo tanto la desdicha del desamor, se encontraban conmigo en ese momento. Corrieron a la habitación en cuanto oyeron que un objeto de vidrio golpeaba contra el suelo rompiéndose en pedacitos. No era mi corazón, pero habría sonado igual si hubiéramos podido escucharlo por dentro.
Me encontraron sentada en el suelo, vistiendo una bata de baño rosa, la mano sobre la boca intentando acallar los gritos del corazón y con la mirada perdida en la pantalla de la computadora mirándome desde el escritorio, burlándose de mí. Se sentaron a mi lado con cuidado de no pisar algún vidrio y me preguntaron qué había pasado. Mi cuarto parecía haber sufrido el paso de un tornado y todos se miraban entre sí con cara de what, intentando entender lo que sucedía y estudiando la habitación con detenimiento.
A nuestro alrededor, sobre el suelo, había miles de papeles esparcidos por doquier, seis o siete plumas de diferentes colores, un labial, un rímel abierto, un estuche de maquillaje despedazado, un vaso roto cuyo contenido nos empapaba las piernas y que nadie se había molestado en recoger aún. Todo aquello reposaba inerte sobre el escritorio junto a la computadora, antes de que mi brazo, con la fuerza iracunda de Hulk, lanzara todo por el aire. Siempre había querido hacer eso. Eso y tirarle la bebida en la cara a un patán se ve tan cool en las películas. La realidad es que hay tanto dolor detrás que no es nada, pero nada, cool. Además, después hay que limpiarlo todo, pero esa parte la editan en la pantalla grande.
—Háblanos, Alexa. ¿Qué pasó, churra? —preguntó Carola con un tono lleno de preocupación.
Nos llamábamos churras, porque en algunos países de Latinoamérica, como Colombia, significa guapa. Era obvio que esa vez lo decía por costumbre, pues mi pinta se asemejaba más a la de una loca: el pelo rizado y esponjado como un león, mi bata de baño rosa medio cubriéndome el cuerpo desnudo y la mirada perdida en la pantalla del ordenador. Si hubiera salido a la calle, la gente habría jurado que me había escapado de un manicomio.
Le respondí sin palabras, limitándome a señalar la computadora con mi cabeza, y Dani comenzó a leer en voz alta lo que encontró. Fue entonces cuando se abrió la fuga en mis lagrimales.