Siete meses

Capítulo 2 | El encuentro con el amor

 

 

Los mexicanos llegaron casi todos en el mismo vuelo, cada uno llevaba dos botellas de tequila (porque la ley no permite llevar más) y algunos dulces enchilados típicos de nuestro país para compartir con los invitados europeos.

La fiesta ya empezaba a tomar forma. Había gente de Grecia, Italia, España, Alemania, Inglaterra, Hungría y hasta Letonia. Algunos de ellos conocían a Stephan, mientras que otros tantos eran amigos de los amigos, como nosotras.

Después de saludar a los trece mexicanos con el afecto que guardaba en los recuerdos, nos empezamos a integrar bastante bien a la atmósfera europea. Había una gran variedad de típicas salchichas alemanas, perfectas para cualquier paladar carnívoro.

Algunas tenían especies y hierbas por dentro, otras eran de un color amarillo dorado mate. Bastaba verlas para empezar a salivar. Había unas con un tono más rojizo, pero todas ellas eran muy largas, y tan anchas que parecía que no nos cabrían en la boca. Las acompañamos con pan, una mostaza picosita y una ensalada de papas frías al estilo alemán. Una verdadera delicia para los amantes de la carne.

Comíamos y platicábamos mientras que movíamos un poco el cuerpo al ritmo de la música de fondo. Yo no soy fan del tequila así que las cervezas alemanas se volvieron mis mejores amigas.

—No gracias, no me gusta el whisky —escuché a Romina a mis espaldas, rechazando a un agradable y rubiecillo alemán que más que guapo era bastante simpático. Tendría unos kilitos cargados de más en sus abdominales; sus mejillas estaban chapeadas al igual que su redondeada nariz y digamos que solo le faltaba tener una barba larga y blanca para que nos sentáramos en sus piernas a pedirle regalitos de Navidad.

Me integré a su conversación para descubrir que Michi, como se hacía llamar el alemán, había traído desde el noroeste de Escocia un whisky que presumía tener la más fina mezcla de malta, dándole un sabor suave, delicado y dulce. La botella estaba cerrada y su etiqueta marcaba «Isle of Skye, doce años».

—¿Y qué son estas piedras negras? —le pregunté señalando una cajita a un lado de la botella, y ya bien dispuesta a darle una probadita al whisky.

—Se llaman hielos de roca, cuando hacen contacto con el whisky lo mantienen frío sin que se disuelva el alcohol y así poder disfrutar a plenitud sus principales aromas y sabores —me respondió en un tono muy formal, pero más en plan amigable que de sabelotodo—. Son de Suecia, a los amantes del whisky les encantan estos pequeños detalles, pues de esta manera no pierde su esencia. Acompáñame a enfriarlas para que lo pruebes —Señaló la cocina con un movimiento de cabeza y lo seguí sin pensar demasiado.

No soy fan del whisky tampoco, lo mío es el ron, pero en esta fiesta solo había tequila, cerveza y una botella de este delicado escocés. Me animé a probarlo más por la curiosidad de las rocas negras que por la mezcla de maltas y su edad.

Resulta que el proceso llevaba su tiempo pues había que dejar las rocas enfriar por lo menos una hora. Pero no había prisa, apenas estaba cayendo la noche.

Michi me contó que vivía en Heidelberg (se pronuncia Jaidelberg), una ciudad de estudiantes al suroeste de Alemania muy cerca de la frontera francesa. Me describió en detalle el gran castillo y el río atravesando la vieja ciudad de estilo barroco, se escuchaba tan pintoresca y romántica que pensé sería un sueño visitarla.

Si alguien me hubiera dicho que en poco tiempo estaría viviendo uno de los peores días de mi vida en su casa no lo hubiera creído.

Mientras esperábamos el proceso de las dichosas piedras frías, bailábamos bajo un cielo despejado y lleno de estrellas que resaltaban del fondo azul oscuro. La noche nos regalaba una luna casi llena que iluminaba el jardín lleno de risas y alegría.

Me acerqué a Stephan para agradecerle su hospitalidad y este me presentó a sus padres y a su hermano pequeño, que de pequeño no tenía nada. Ambos medían casi dos metros y su parecido les hacía imposible negar su parentesco.

Además de la altura, tenían los dos un cuerpo ancho bastante escultural, no de los que pasan horas en el gimnasio, pero sí de esos que se te antoja tocarle los brazotes. Se me asemejaban a un galán de caricatura de Disney, de esos que son más bien los malos, pobres o ladrones al principio. No al típico príncipe de rasgos delicados y afeminados. Me sentía en un universo paralelo con tanto guapo alrededor.

Mientras hablaba con el anfitrión, se acercó también su novia (razón por la cual dejé de soñar con sus brazos levantándome por el aire). La güera era justo lo contrario a él. Una holandesa, muy pequeña y delgadita, con la piel pálida, tan característica de los vampiros... Quise decir los europeos, y el pelo rubio casi blanco. Iba vestida de naranja, de pies a cabeza: shorts, camiseta, calcetas, tenis… Supongo que para apoyar a la selección de fútbol de su país, pero más bien parecía la ficha perdida de Parchís.

Cuando escuchó que éramos mexicanas, se emocionó y empezó a contarme cosas maravillosas de mi país y de los míos. Al instante se me infló el pecho. Saber que los mexicanos vamos por el mundo dando una buena impresión, me enorgullece mucho. Al parecer les caemos bien a los europeos, creo que se lo debemos a nuestras tradiciones y a la calidez de la gente. Aunque me he llegado a sentir como la mascota del grupo, cuando me rodean y me piden, con un entusiasmo no apto para mayores de edad, que diga: «¡ándale, ándale!».

Michi se nos unió a la conversación ya con el whisky y las rocas negras en mano para mi degustación. Abrió la botella de su Isle of Skye y me sirvió dos dedos del añejado scotch en un vaso de vidrio bajo, cuadrado, con tres piedras negras.

Al mojar mis labios pude sentir el excepcional sabor del whisky: suave, dulce, con un toque de madera de roble y un poco de miel. Le di un trago más largo y al sentirlo en mi paladar me pareció también percibir un sabor ahumado, el alcohol apenas se notaba. Me encantó.



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En el texto hay: amor, viaje, desamor

Editado: 17.12.2019

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