Capítulo 7
— Cerca de nuestra casa hay un bosque muy denso. A Inga le gusta pasear por allí. Seguramente se adentró más de lo habitual y se perdió. Y no llevó consigo el teléfono. Pues aquí tenemos el problema. Vivimos no muy lejos, cerca del pueblo de Girke, a unos treinta minutos en coche —respondió Artem con calma—. Si lo desea, incluso puede visitar a Inga. La invito, ya que fue usted quien la salvó al encontrarla en el bosque. Le estoy muy agradecido.
De pronto sacó de su bolsillo de los vaqueros una gruesa cartera, la abrió y comenzó a contar billetes: delgados papeles de mil unidades crujían entre sus dedos. Separó un fajo y lo colocó sobre la mesa.
Los ojos de Anna casi se salieron de sus órbitas. ¡Allí, sobre la mesa, había probablemente lo equivalente a su pensión de medio año! Jamás había visto tanto dinero junto en su vida.
—¡No, no, no hace falta! —exclamó ella de repente, recobrando el sentido—. ¡Lléveselo ahora mismo! Todos somos personas y cualquiera puede verse en una situación difícil. Y todos debemos ayudarnos los unos a los otros. ¿Y si hubiera sido mi hija? ¡Dios no lo quiera! No salvé a una persona por dinero.
Agarró los billetes y se los devolvió, empujándolos de nuevo a las manos del hombre.
—Ya iré a visitarlos algún día. Mejor me agasajará con algo sabroso. Veo que usted es un hombre adinerado… ¿Acaso no es de ese complejo “Bosque Encantado” que se está construyendo cerca de Girke? —preguntó de pronto. —Porque dijo que vive cerca y lo supuse…
—Sí, justamente de allí —asintió Artem.
Y Anna recordó: allí, en efecto, estaban levantando grandes y lujosas mansiones. Una famosa corporación había comprado las tierras para sus empleados y comenzó a construir casas de dos pisos, con terrazas, puertas de cristal, enormes ventanales, piscinas, seguridad, cercas… Allí vivían personas ricas. Aquellos edificios no se parecían en nada a sus humildes casas.
«Entonces, si Inga, como asegura este hombre, es su prometida, eso es algo muy bueno —pensó Anna—. La muchacha vivía en el lujo, no le faltaba nada, tenía todo lo que necesitaba. Ahora regresará a su hogar. Aquí, en cambio, todo es estrecho, pegado a la tierra, sin comodidades, todo en el patio. Allá tienen baño dentro de la casa, agua corriente…».
—Vete, hija. Instálate. Quizá allí sí recuerdes algo. ¡Debes recordar! Mira cómo tu prometido se preocupa por ti —expresó por fin sus conclusiones—. Y yo iré de visita en unos días. Después de todo, tu prometido, Artem, me invitó…
Inga se levantó despacio de la cama, permaneció un momento indecisa junto a ella, caminó hasta la cómoda, tomó su vestido, aquel mismo con el que la habían encontrado. Era todo lo que tenía de su propia ropa. Bueno, además de la ropa interior que llevaba puesta.
«Qué pena que no recuerde nada…», pensó. Ese hombre, Artem, le parecía terriblemente ajeno. Aunque, en realidad, así eran todas las personas a su alrededor desde que había recobrado la conciencia. ¿Quizá de verdad, en casa, lograría recordar? Cruzó la habitación, se calzó los zapatos viejos y gastados que Anna había encontrado para ella en sus baúles. Se detuvo indecisa en el umbral. Artem ya abría la puerta, y le lanzó una mirada alentadora:
—No tengas miedo. Todo saldrá bien —dijo él—. Lo recordarás todo. Porque éramos muy felices juntos. Y la cena ya nos espera en la mesa. Justina lo ha preparado todo especialmente para nosotros dos. Además, tu Burbo te espera…
Inga no sabía quién era Burbo. Pero tampoco preguntó. Decidió avanzar a pequeños pasos en el descubrimiento de este nuevo mundo y de todo lo que la rodeaba. Porque todo, absolutamente todo, le resultaba ajeno. ¡También este hombre! Quizá, solo por ahora…
Se dirigieron hacia el coche de Artem. Anna aun así le metió un paquetito con empanadillas recién horneadas esa mañana:
—Tome. Seguro que no tienen de estas. Son de manzana. De mi propio manzano. ¡Las horneé yo misma!
Artem agradeció cortésmente. Inga, antes de partir, abrazó a la mujer.
—Venga a visitarnos, por favor —susurró ella—. Sé su número de teléfono, lo anoté en un papel ayer. En cuanto me instale y compre un móvil, la llamaré y le daré la dirección exacta.
—Está bien, hija… Que seas feliz. Resiste. Todo saldrá bien —Anna la persignó al despedirse y regresó a la casa.
Subieron al coche, Artem encendió el motor y partieron.
—Tenía razón la señora Anna —dijo de pronto él—. Todo saldrá bien. Porque ya antes todo nos iba bien. Nos amábamos, Inga…
Alargó la mano y apretó la suya. El repentino contacto hizo que la joven se estremeciera. Artem lo notó y retiró la mano en silencio.
La muchacha miraba por la ventana, hacia el camino que se desplegaba suavemente bajo las ruedas, y guardaba silencio.
«¿Amábamos? —pensó alarmada—. Yo no siento ningún amor. Me pregunto… ¿se puede recordar el amor, si se ha perdido la memoria?».
Editado: 04.09.2025