Sigilo del Velo

Capítulo 20 – Cadenas y Decisiones

La primera cadena del guardián raspó contra el suelo de piedra con un chillido tan fuerte que me vibraron los dientes. Las chispas volaron como luciérnagas, cada una ardiendo en violeta antes de deshacerse en la niebla.

—Nada ominoso en absoluto —murmuré.

La estatua levantó la cadena con la facilidad de quien agita una cinta en una fiesta. Cuando la azotó contra el suelo, la calle entera tembló. Grietas se abrieron en forma de telaraña hasta llegar a mis botas.

—Detesto la arquitectura que devuelve los golpes —bufé.

—¡Entonces deja de quedarte quieto! —gritó Lira, tirando de mí justo a tiempo para que la cadena reventara el suelo donde yo había estado un segundo antes. Piedras volaron en todas direcciones.

El ganso batió las alas, elevándose como si fuera una trompeta de guerra emplumada.

Las demás estatuas comenzaron a moverse, articulaciones rechinando, cuencas vacías brillando con una luz apagada. Cada una sostenía un arma distinta: cadenas, llaves, lanzas, incluso pergaminos que se desenrollaban transformándose en filos. Una tras otra, bajaron de sus pedestales con pasos tan pesados que el suelo sonaba como tambores de funeral.

—Genial —me quejé—. Una banda marcial del apocalipsis.

—¡Menos chistes y más acuchillar! —replicó Lira, lanzándose contra la más cercana. Su espada soltó un reguero de chispas al rozar la piedra. El guardián apenas se tambaleó y contestó con un puñetazo de roca del tamaño de un barril. Ella se agachó, maldiciendo.

El buhonero colocó sus tazas en círculo y las hizo sonar en armonía, creando un escudo extraño de campanadas alrededor de él.

—¡Resístanlos! La ciudad está poniendo a prueba tu palabra —“esperar”—. No la desperdicies.

—No la desperdicio —gruñí, levantando el cuchillo—. Estoy esperando… a morirme.

El sigilo bajo mi piel ardió con más fuerza, la llama violeta corriendo por mi brazo hasta la hoja. El cuchillo vibraba como un diapasón. Cuando la cadena volvió a caer, levanté el filo. Piedra contra acero retumbó como un trueno, y el aire se sacudió.

El guardián retrocedió un paso. Un trozo de su brazo se desprendió, estrellándose contra el suelo en pedazos.

—¡Ja! ¡Un punto para el mortal blandito! —grité.

La mujer de la trenza clavó un clavo en las losas. De él se extendieron líneas de luz, formando una barrera que ralentizó a los guardianes.

—¡Muévanse! No son infinitos, pero seguirán hasta que caigas rendido.

—Yo ya me siento rendido —murmuré, pero obedecí.

El rugido de los guardianes retumbó como un alud. El sonido se me metió en el pecho, intentando arrancarme la poca valentía que quedaba.

Lira giraba como una tormenta, sus cuchillos dejando cortes superficiales en la roca.

—¡No sangran! ¡Ni se inmutan!

—¡Pues imagina que es entrenamiento!

—¡El entrenamiento no intenta matarme!

El ganso se lanzó en picado contra la cabeza de uno. Con un crujido espantoso, la piedra se agrietó. El guardián intentó apartarlo, falló… y se golpeó su propio hombro. Una nube de polvo voló.

—El ganso vuelve a ganar —dije jadeando.

Pero el guardián más grande seguía en pie. El de la cadena. Su rostro sin ojos se inclinó hacia mí, y sentí el sigilo de mi pecho latir al mismo compás. No solo estaba luchando. Estaba escuchando.

La cadena se alzó de nuevo, esta vez brillando con un resplandor violeta idéntico al mío.

—Eso sí es hacer trampa —susurré.

La voz del buhonero cortó el aire:

—Refleja lo que cargas. Si tu palabra es “esperar”, también espera. Espera hasta que flaquees.

—Fantástico —resoplé—. Estoy peleando contra mi propia procrastinación. Eso lo explica todo.

La cadena descendió de nuevo. Apenas alcé el cuchillo a tiempo, las chispas violetas explotaron al chocar. El impacto me lanzó de espaldas contra Lira, y rodamos por el suelo.

—¡Quítate! —gruñó ella, empujándome.

—¡No es mi culpa que la gravedad tenga problemas de confianza! —le grité.

La mujer de la trenza clavó otro clavo, ganando segundos preciosos.

—Decídete ya. Cada vacilación lo fortalece.

—¡Decidir no es mi fuerte!

—Ese es el problema.

Me levanté tambaleando. El sigilo ardía, reclamando. El cuchillo palpitaba como si tuviera corazón propio. El guardián levantó la cadena por última vez, dispuesto a aplastarme.

Apreté la mandíbula.

—Ni “después”. Ni “casi”. Ni “condena”. Mi palabra sigue siendo… esperar.

Descargué el cuchillo con todo lo que tenía. La cadena se rompió en pedazos, lluvias de fragmentos ardiendo como estrellas fugaces.

El guardián se quedó quieto. Sus grietas brillaron y luego estallaron, desmoronándose en cascotes. La luz violeta se apagó.

Los demás guardianes se detuvieron. Estatuas a medio paso se quedaron rígidas y lentamente volvieron a su quietud original. Solo quedó polvo en el aire, flotando como un suspiro cansado.

Yo seguía temblando, el cuchillo aún iluminado.

—Bueno —jadeé—, esto definitivamente no estaba en mi lista de deseos.

—Lo lograste —dijo Lira, aún sorprendida.

—Esperé con todas mis fuerzas —contesté.

El ganso graznó una sola vez, solemne.

El buhonero esbozó una sonrisa cansada.

—Recuerda: cada prueba no busca matarte, sino poner a prueba tu palabra. Pero mientras más la demuestres… más peso tendrá sobre ti.

—Maravilloso —resoplé—. Así que al final voy a morir por esperar demasiado.

—Solo si dejas de decidir qué vale la pena esperar —añadió la mujer de la trenza, con un tono que no me gustó nada.



#1232 en Fantasía
#188 en Magia

En el texto hay: aventuras magia, humor y fantasía

Editado: 06.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.