Silencio

Capitulo 3

¡Ay Dios!

—Se lo advertí.—comenté apenada una vez que estuve a su lado.

—Y su servidor no escuchó.—respondió comedido, acompañado de una sonrisa que apenas podía considerar creíble.—. Tome el gusto de regodearse por mi torpeza—añadió de pronto en tono distante—, de mi terquedad sobre todo, que fue tan ignorante y osada en niñería.

¡Vaya!

Enarqué las cejas aturdida en un claro gesto de sorpresa, el grado de negación y enojo que percibí al momento en que su voz salió de sus labios fue grande. Pero qué extraño, me dije, puesto que la noche anterior mientras tocaba música, el hombre calmoso que se me había acercado era totalmente diferente al que tenía enfrente. Me negué a pensar que el motivo de su indignación fuera haberse caído del caballo, con la suma lista de eventos existentes para enojarse ¿por qué del caerse de un caballo?

Influida por el momento, ya que todavía seguíamos en el suelo, tomé sus manos sin previo aviso y retirando el polvo de ellas con los dedos me animé a verlo sin tanta contemplación de modales, como anteriormente lo había hecho con el torbellino andante.

Por un momento, por un efímero momento presentí que algo se me escapaba de las manos, algo que me era demasiado obvio. Sin poder  librarme de esa sensación me apresuré añadir:

—No es el primero ni será el último que caiga de un caballo. —expresé espontánea, sin la mínima idea del porqué sentía la necesidad de expresar igualdad ante lo sucedido ya que él se había negado a escucharme.—Míreme a mí, al igual que usted también seguí la fila hacia un posible misterio que al final resultó en caída.

Él resopló con la ironía surcando sus ojos.

—La mofa hubiese estado mejor a esa disimulada lástima que me infringe, señorita.—replico.

—¿Por qué se atormenta tanto? No todos tienen el privilegio de caerse de un caballo.

—¿Enserio lo ha llamado privilegio?—cuestiono incrédulo.—¡Jesucristo, donde vine a caer!

Mi estómago vibró de gracia y fue entonces que sin premeditación me despegué de él tumbándome de espalda sobre el suelo, y mientras me apretaba la barriga estallé en un tumulto de incontrolables risotadas que despegaban de mi garganta hasta unirse con el viento.

El cielo quien yacía despejado, animoso, celebrado por los relucientes y frescos rayos del sol mañanero, poco a poco estos se fueron acoplando a la visión que tenía del firmamento hasta lograr que cerrara los ojos.

Seguí riéndome sin parar.

—Y finalmente lo hizo.—lo escuche decir en un cansino resoplido.

Volví a carcajear olvidando mi postura  y quien me acompañaba, un hombre, enteramente desconocido y quizás, un poco voluble, pero de todas formas un desconocido.

Me obligué a mantener cerrados los ojos mientras la agitación de la risa se opacaba, al mismo tiempo que percibía como una retiro se hacía a mi lado.

—Va coger plaga, Greta.—dijo de presto una gruesa y agrietada voz malsonante. —Si la señora Reina viera de las greñas la levantaría y yo no podría hacer nada.

Abrí los ojos enseguida encontrándome con el agrietado rostro y el ceño fruncido del señor Mohamed, acompañado de la boca de una escopeta sobre el hombro y una apabullante pose de costumbre y antipatía que circundaba su presencia. Ni siquiera tuve tiempo de levantarme y mostrarme debidamente cuando de presto una bola peluda, negra y polvosa se precipitó agitadamente a mi regazo, cubriéndome en segundos con abundante y pegajosa saliva.

¡Ouw!

—¡No! ¡Pelusa! —exclamé, apartando inútilmente al animal que me acaparaba el rostro.—¡Quítate! ¡Mohamed, haga el favor!

Ni siquiera hubo respuesta ni modales por su parte, porque al momento en que mi voz se extinguió, fueron escasos los segundos en los que me prestó atención que me miró. Desvió la mirada hacia al hombre que recién acababa de subirse a Pegaso y estudiándolo detenidamente, dio dos pasos hacia él.

—Lo hacía a usted con el señor Alfonso, señor.—dijo Mohamed olvidando mi presencia. —.Me pareció haberlo visto más temprano camino a las caballerizas.

—Sí, así es, buen hombre—Respondió Julián en tono serio y seguro—. Con el señor Arce recorrimos una buena parte de los plantíos, inspeccionando los obreros y charlando mientras tanto en el camino .

—Imagino que sí, y... ¿Dónde está él ahora?—preguntó sin filtro y con un recelo que podía sentirlo hasta los huesos.

—Se vio obligado a marcharse...

—¿Alfonso dejando la visita?—chasqueo los dientes llamando a mi padre por su segundo nombre— no lo creo.

—De la manera más cordial se excusó, no conozco ni sostengo a cabalidad el verdadero motivo—argumentó Julián con sobriedad y carente de entusiasmo—, solo sé que requerían su presencia para recibir a ciertas personas en el palacio municipal.

Un silbido agonizante se precipitó de los labios del viejo vigilante para después quitarse el sombrero.

—¡Vaya! ¿Por qué no me sorprende de mi señor?—se dijo amargamente maravillado, mientras una torcida mueca se hacía por sonrisa al mismo tiempo que su grisácea barba era presa de sus dedos. —Si no está en la hacienda está en el pueblo, si no está en casa o en el pueblo está en la capital, es un hombre bastante ocupado.

Julián asintió

—Lo he constatado, señor.

—Y así son sus hijos, Darwin y Jonathan—conto acercándose al caballo que Julián montaba—. Uno es abogado y el otro es contador, este trabaja en un banco y sospecho también que es un prestamista, por eso sus visitas son constantes.

Conto inmodesto como si los nombrados fueran de su sangre, aunque no podía culparlo. Mohamed había estado desde antes de los tres nacimientos y hablar con el pecho inflado sobre sus patrones y sus hijos le era natural. No obstante, escucharlo hablar a veces me resultaba un poco punzante, ya que en sus charlas mi nombre nunca resultaba a menos que el otro sujeto lo mencionara.




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