Silencio

Capitulo 10

Huesos Secos

—No puedo dejarla sola, me pidieron acompañarla hasta que ellos regresaran—elevó la voz fundida en renuencia debido al atronador aguacero que chocaba contra el techo.— . El tiempo está enojado, cualquier cosa puede pasar y el doctor me mataría si a usted...

—¿Cualquier cosa puede pasar? ¡Por Dios Santo! Vaya por mi hermano y dígale que lo necesito pronto—exclamó la mujer torciendo las mangas mojadas de su vestido. —¡Es ahora hombre, ahora!

—Pero señorita Eunice entienda que...

—¡No! No hay que entender nada, hágalo, vaya por mi hermano ahora.—de un momento a otro ella suavizó el gesto y la voz, su hombros cayeron pero su inquietud yacía latente en sus ojos—. No deseo presenciar el dormir eterno de alguien, no hoy, entiéndame.

Al ver el desespero en los ojos de ella, el hombre suspiró rendido. Asintió y cubriéndose los hombros con una frazada gruesa se giró hacia la puerta. Cuando la abrió una ola densa de frio los azotó a ambos.

—Dígale que haré lo que me se sea posible hacer.—dijo ella abrazándose a sí misma.

El hombre asintió. Respiró profundo y se echó a correr al coche aparcado fuera de los muros verdes de los cipreses, donde dos caballos yacían esperando.

Cerró la puerta y torciendo la trenza larga de su cabello se giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba. El camino alfombrado se colmó de humedad debido a la humedad que goteaba su vestido como su cabello. Sus pisadas se marcaron y sus botas resonaron logrando un eco que iba de pared a pared.

La luz del sol se había marchado y la penumbra reinaba. Los destellos plateados entraban por las ventanas dando por escasos segundos indicios de donde se encontraban las cosas. Sus botas resonaron a cada escalón pues era la luz de una vela al final de la cima la que sus ojos perseguían con aflicción.

Al llegar tomó el platillo y corrió a la habitación. Tomó aire a profundidad y entró. Las cortinas galopaban elevadas sobre el alto ventanal mientras un viento recio las dominaba llenando la habitación. Consternada, corrió a cerrarla. Se dobló las mangas del vestido y tomó un grueso pedazo de tela para después limpiarse las manos y el rostro de lodo. Cuando se giró para cargar un balde agua que estaba puesto en una esquina un doliente gemido a su espalda la sobresaltó.

Inmóvil ante el sonido trató de calmarse. Llevó el balde al pie de la cama y rasgó varios pedazos de tela. Arrastró un baúl con instrumentos y prendas de vestir. Sacó tijeras, un vestido, un par de calcetas y una manta gruesa. Acercó una silla de mimbre y colocó todo ahí. Se alejó un poco e inspeccionó si faltaba algo más que le faltara. Suspiró y se dio cuenta de que debía actuar ya.

Agarró las tijeras, se inclinó sobre la cama y cortó el vestido cubierto de fango. El pecho de la mujer sobre la cama subía y bajaba con levedad y eso en verdad la preocupó. Cortó el vestido hasta dejarla expuesta de pies a cabeza. Tiró los restos del vestido y mojó los retazos de tela que antes había hecho. Deslizó los paños por la piel sucia y húmeda, en eso descubrió algo en una de sus piernas. El costado izquierdo de ésta estaba inflamado y cubierta de un color rojizo. Cuando ella pasó el paño sobre esa área un repentino gemido brotó de los labios de la enferma.

Bajó la mirada, afligida, sintiéndose por un momento incapaz de terminar lo que dijo que trataría de hacer posible. En ese momento notó un color que resaltaba del vestido rosa cortado. Manchas rojizas extenuadas por el agua. Lo quedo mirando y lo sostuvo. Al darle vuelta supo de qué parte provenía.

Desvió la mirada hacia la mujer y soltó el vestido. Humedeció otro paño y deslizándolo sobre el cuello y los brazos pensó en la barbarie que había sufrido. Observó su rostro, lucía atormentado, su boca yacía entreabierta, respirando. Su nariz estaba congestionada y roja.

Estaba sometida en fiebre, mallugada de una pierna y podría decir que también fracturada.

Secó su cabello y cuerpo después de haberla lavado. Su problema se había presentado cuando dispuso ponerla de lado, no pudo; porque cuando lo intentó un quejido salió de la mujer.

Tomó la manta gruesa y la arropó. Después le puso comprensas tibias en la frente y trenzo su cabello con ligero ajuste.

No podía creer que se veía envuelta en una situación tan fuera de su control. Existían tantas otras situaciones que hubieran mejor para ella que esa justamente. Su hermano sin dudarlo hubiera hecho las cosas de otro modo y con extenuante sosiego.

No temía ver sangre en su vestido o escuchar los gemidos de alguien sometido en dolor, no; lo que no toleraba era verse a sí misma inútil y sin resultado.

Suspiró alejándose, se abrazó a sí misma y cerrando los ojos trató de apagar sus pensamientos.

—Dios mío, Dios de mi alma ayúdeme que caigo en desespero.—musitó uniendo las manos a su pecho.—. Soy fuerte, me has hecho una mujer valiente y esforzada, creo en ti. Me fortaleces todas las mañanas cuando me levanto y cuando duermo después de un día cansado y trabajoso. Oh Dios, dame la fuerza y la gracia para ser útil donde quiere que esté y donde quiera vaya.

Caminó de vuelta hacia la cama y sentándose en la silla de mimbre, extendió una mano en dirección de la enferma y oró.

—Tengo fe en tí, Señor. Yo creo en tu poder, en el amor de tu maravilloso sacrificio en la Cruz, por favor te ruego que la salves, quita de su cuerpo esta dolencia que la somete y que hace que ella sufra.—de pronto dejó la silla y se arrodilló al pie de la cama.—. Por tus llagas podemos ser curados, por tu sangre podemos ser salvados. Por favor te pido misericordia, misericordia por esta alma Señor.

Guardó calma y siguió esperando y humedeciendo con paños tibios la frente enardecida de ella. Cubrió sus pies con calcetas y encendió la habitación con abundante velas colmando de luz la estancia.




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